Durante unos minutos después de
la salida del sol, el mundo permanecía silencioso y tranquilo, y todo lo humano
parecía muy lejos, como si se lo hubiera llevado la marea. Marian, entonces,
dejaría a John y Roland durmiendo en la casa y bajaría por la hierba húmeda de
rocío, descalza, vestida sólo con el camisón.
No es que encontrara el río
especialmente bello al amanecer. En las tardes tranquilas, cuando sus aguas se
tornaban de color púrpura, parecían casi dejar de fluir y semejaban una herida cárdena
al final del prado, bien podía llorar contemplándolo. Pero por las mañanas no
inducía en ella ninguna emoción; era simplemente un río profundo, frío,
decidido, que limpiaba y sanaba a la vez. Marian lo bordeaba un trecho
corriente arriba hasta llegar a un remanso apartado, en donde algunos árboles caídos
formaban un cadozo tranquilo de fondo arenoso. Se adentraba un poco en el cauce
y en seguida se zambullía en el agua y nadaba silenciosa, casi
subrepticiamente, sin moverla apenas, dejándose llevar por ella. Después se
tumbaba un rato en el atracadero, sintiendo por debajo el frescor de la
corriente y por encima la incipiente tibieza del sol; y ella, su cuerpo, en medio:
firme y limpio ...
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