La guitarra azul, John Banville, p. 91
A pesar de lo espantoso de la situación, confieso con
vergüenza que sentí cómo me bullía la sangre en las venas -¡qué recatados
somos!- al notar el sofocante olor que despedía y la presión de sus caderas
contra las mías. La primera vez que tuve a una chica en mis brazos y me froté
contra ella -da igual su nombre, ahorrémonos los detalles-, lo que me
sobresaltó y me excitó sobremanera, por paradójico que pueda sonar, fue que en
el vértice de sus piernas no hubiese nada salvo un abultamiento huesudo y más o
menos liso. No sé qué esperaba encontrar. Yo no era tan inocente. No obstante,
esa ausencia misma se presentaba como una promesa de exploraciones deliciosas e
inimaginables hasta entonces, de arrebatos inmateriales. ¡Qué increíbles eran
mis sueños y mis deseos! Debe de ser igual para todo el mundo. O tal vez no.
Por lo que yo sé, lo que sucede en el interior de otras personas puede no tener
ningún parecido con lo que sucede dentro de mí. Es una idea vertiginosa y yo me
encontraba solo ante ella.
En la imagen, grabado de Balthus para Cumbres borrascosas
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