Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

RECUERDOS


El tenis como experiencai religiosa, DFW, p. 50

Los souvenirs realmente potentes y grandes se venden en el lado E de la Pista Estadio, en una zona situada entre el Infiniti descendently el Tablero de IBM que informa del decurso del partido. Hay raquetas, calzado, bolsas de deporte, chándales y camisetas en venta en las casetas respectivas de Yonex, Fila, Nike,34 Head y William Serbin. Hay una caseta de la USTA que ofrece camisetas gratuitas de la USTA a los miembros de pago de la USTA (ser miembro carece básicamente de valor a menos que quieras jugar en los eventos deportivos de la USTA, en cuyo caso no tienes más remedio que hacerte miembro).

34. El souvenir más popular del Open 95 parece ser un pañuelo para la cabeza blanco y con esa pequeña alita solitaria distintiva de Nike* que si te lo atas bien a la cabeza te queda justo en la frente. Un accesorio indumentario popularizado por ya saben ustedes quién. Todos los chavales que vi en Flushing Meadow llevaban uno de esos pañuelos blancos Nike, y una imagen bastante común el domingo era la de un padre agobiado intentando atarle el pañuelo en la posición correcta en la frente a su hijo mientras este se dedicaba a apoyarse primero en un pie y luego en el otro, impaciente. (Créanme, mejor no les digo el precio de venta al público de estos pañuelos.)

* Las implicaciones clásico-peloponesias del nombre Nike y de hacer que todos esos chavales vayan por ahí con alitas de Nike en la frente como si fuera ceniza del Miércoles de Ceniza me parecen demasiado obvias como para perder el tiempo explicándolas.


LA BELLEZA


El tenis como experiencia religiosa, DFW, p. 70

La belleza no es la meta de los deportes de competición, y sin embargo los deportes de élite son un vehículo perfecto para la expresión de la belleza humana. La relación que guardan ambas cosas entre sí viene a ser un poco como la que hay entre la valentía y la guerra.

La belleza humana de la que hablamos aquí es de un tipo muy concreto; se puede llamar belleza cinética. Su poder y su atractivo son universales. No tiene nada que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tiene que ver en realidad es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo. 1

1. Tener cuerpo presenta muchos inconvenientes. Si esto no es lo bastante obvio como para que a nadie le hagan falta ejemplos, limitémonos a mencionar rápidamente el dolor, las llagas, los malos olores, las náuseas, el envejecimiento, la fuerza de la gravedad, la sepsis, la torpeza, la enfermedad y las limitaciones físicas: todos y cada uno de los cismas entre nuestra voluntad física y nuestra capacidad real. ¿Acaso alguien duda de que necesitemos ayuda para reconciliarnos con la corporalidad? ¿Que la ansiemos? Al fin y al cabo, el que se muere es el cuerpo.

Tener cuerpo también presenta ventajas maravillosas, simplemente se trata de ventajas que cuestan mucho más de sentir y apreciar a tiempo real. A la manera de ciertas epifanías sensuales culminantes y escasas («¡Me alegro mucho de tener ojos para poder ver esta salida del sol”, etcétera ), los grandes atletas parecen catalizar nuestra conciencia de lo glorioso que es tocar y percibir, movernos por el espacio e interactuar con la materia. Cierto, los grandes atletas son capaces de hacer con sus cuerpos cosas que los demás solo podemos soñar con hacer. Pero se trata de unos sueños importantes, que compensan  muchas cosas.


BORGES


No callar, Javier Cercas, p. 525

Cuentan que en 1941, justo después de leer «El jardín de senderos que se bifurcan» -primera parte de lo que tres años más tarde sería Ficciones-, Alfonso Reyes declaró: «Por fin tenemos en Latinoamérica alguien comparable a Shakespeare y a Cervantes». Llevaba razón: Borges es el mayor escritor en español desde Cervantes (o desde Quevedo); su impacto, sin embargo, ha sido mucho más inmediato, y en un sentido preciso mucho más acusado, al menos en nuestra lengua. Podría argumentarse, en efecto, que la literatura en español conoce hasta Borges dos grandes revoluciones: la primera protagonizada por Garcilaso, que adaptó al castellano la música del italiano o de ciertos poetas italianos (sobre todo Petrarca) y la segunda protagonizada por Rubén Darío, que adaptó al castellano la música del francés o de ciertos poetas simbolistas franceses (sobre todo Verlaine). Borges desencadena la tercera revolución, y lo hace en parte mediante un procedimiento análogo al de las dos anteriores: adaptando al castellano la música de ciertos prosistas ingleses laterales o al menos laterales para los ingleses ( quizá sobre todo De Quincey, Stevenson, Chesterton). El resultado es que, así como existe en la literatura de nuestra lengua un antes y un después de Garcilaso y de Rubén, porque fue imposible escribir en castellano después de ellos igual que antes de ellos, existe en nuestra literatura un antes y un después de Borges, porque, a menos que se quiera incurrir en la irrelevancia, es imposible escribir después de Borges como se escribía antes de Borges. Hay algo, sin embargo, que aleja a Borges de Garcilaso y Rubén y que vuelve a acercarlo a Cervantes, y es que su influencia no ha quedado circunscrita al ámbito de nuestra lengua, sino que permea el de la entera literatura occidental; con una diferencia: Cervantes tardó siglo y medio en ser entendido con plenitud fuera de su lengua -dentro de su lengua apenas ha empezado a serlo hace un siglo-, mientras que la obra de muchos narradores fundamentales de nuestro tiempo no se entiende sin la obra de Borges. Por decirlo de una sola vez: si existe eso que suele llamarse posmodernidad -entendida como una reacción modernísima contra la modernidad-, Borges es su fundador.


LEPANTO


No callar, Javier Cercas, p. 491

Lepanto, donde se vivió «la más alta ocasión que vieron los siglos», como Cervantes llamó a aquella batalla en el Quijote para defenderse de las maldades de Alejandro Fernández de  Avellaneda, seudónimo del autor del Quijote apócrifo. Según Martín de Riquer, Avellaneda era un tal Jerónimo de Pasamonte, y, de camino hacia Lepanto, Ayén nos revela que su segundo apellido es Pasamonte y que desciende del enemigo de Cervantes. «Si algún día cuento este viaje», me digo, «nadie me creerá.» Lepanto resulta ser un pueblecito marinero con una fortaleza y una estatua de Cervantes que en realidad representa a don Quijote. Frente a sus costas tuvo lugar el combate, el 7 de octubre de 1571. Aquel día Cervantes tenía tanta fiebre que sus mandos le pidieron que se quedara en la bodega de su nave, porque no estaba en condiciones de luchar; Cervantes, recién cumplidos veinticuatro años, se negó en redondo: según varios testimonios, alegó, «muy enojado», que «más quería morir peleando que no meterse bajo cubierta» y pidió a su capitán que le «pusiese en la parte y lugar que fuese más peligrosa y que allí estaría y moriría peleando». iQué loco!, se dirá. ¡A punto estuvo ese insensato de inmolarse en aquella carnicería y de privarnos no solo de la mejor novela jamás escrita, sino de la novela moderna, lo que hubiera hecho de este mundo un lugar mucho peor! Es verdad. Pero también es verdad que si Cervantes no hubiera sido en su juventud un chalado capaz de morir por sus ideales, en su vejez nunca habría podido escribir el Quijote: al fin y al cabo, una de las cosas que dice ese libro infinito es que un hombre siempre tiene que estar dispuesto a jugárselo todo por las cosas en las que cree, aunque haga el más absoluto de los ridículos, aunque el mundo entero se ría de él tanto como seguimos riendo de don Quijote.


SEMPRUN


Destino y memoria: Cien años de Jorge Semprún, p. 315

El aspecto físico de Jorge Semprún mostraba un gran cansancio cuando en abril de 2010 asistió a la conmemoración del 65 aniversario de la liberación del campo de Buchenwald, invitado por la ministra-presidenta del Gobierno regional de Turingia, Christine Lieberlmecht, y el director del memorial de Buchenwald-Dora, el profesor Volkhard Knigge. Hacía pensar en la fragilidad de un hombre que siempre había destacado tanto por su apariencia firme, resuelta e indudablemente atractiva (el crítico Walter Haubrich le llamaba Beau Jorge Semprún), como por su energía. Y también hicieron pensar en su fragilidad, de forma inequívoca además, sus palabras de unos días antes: «Por última vez, pues, el próximo de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte, sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez -que en este caso concreto son la misma cosa-, por última vez, diré lo que creo que tengo que decir». Y lo que tenía que decir, y dijo, fue que en la literatura quedaba la única posibilidad de supervivencia de la memoria de los campos de concentración. De los muchos campos que ha conocido el siglo XX: para empezar, los campos franceses de Saint-Cyprien, Argeles-sur-Mero o Barcares, que acogieron a unos exhaustos y famélicos republicanos españoles en 1939 y que nunca imaginaron aquel (mal) trato recibido por el país vecino. Pero la década de los treinta conoció las atrocidades del terrible Gulag siberiano cuyo horror fue denunciado tempranamente, entre otros, por Alexander Solzhenitsyn en su obra Un día en la vida de Iván Denísovich, de 1963, y muy pronto al Gulag le sucedieron los campos de concentración y exterminio concebidos por el nazismo, los Lager, distribuidos por una amplia zona geográfica, entre Alemania, Austria y Polonia, y que superaron con creces cualquier maldad conocida y practicada por el ser humano hasta  la fecha.


Buonarroti


Perspectivas, Laurent Binet, p. 258

Vasari a Bronzino

Durante la primera quincena de diciembre, nuestro divino Buonarroti se fue varios días a los montes de Espoleto, donde le gusta pasear por los bosques y disfrutar de la compañía de los ermitaños, alejado de la agitación romana. Regresó alrededor del 15 o el 16 y luego no se movió hasta finales de mes. Cada día iba a la basílica a trabajar en su cúpula, obra titánica en la que cualquier otro que no fuera él ya habría renunciado por desaliento. El 30 fue recibido por el camarero del papa, mi señor Pier Giovanni Aliotti, obispo de Forli, que le produjo un nuevo espanto cuando le volvió a contar el proyecto de Su Santidad de recubrir por completo sus frescos de la Sixtina, del que se viene quejando amargamente a sus buenos amigos mis señores Sebastiano del Piombo y Daniele da Volterra. Por la noche, al entrar en su casa, le dieron un queso de Casteldurante, enviado por la viuda de su querido Urbino, cuyos hijos son sus ahijados y de los que se ocupa siempre que puede, así como una carta que, al parecer, lo sumió en un estado de agitación fuera de lo común, teniendo en cuenta su carácter ya de por sí bilioso. Me han dado esta información los dos Antonio que cuidan de él desde la muerte de Urbino y con los que compartió generosamente ese queso que tanto le gusta la mañana del 31. Fue visto, a tercera hora, montando el corcel que le regaló tiempo atrás Pablo III, con el que no cabalga más que en muy raras ocasiones. No acudió ese día a las obras de la basílica, pero eso no extrañó a nadie, ya que esas ausencias son frecuentes y prolongadas, ocupado como está en otros trabajos. Por lo demás, estuvo de vuelta al día siguiente a hora de vísperas


INCIPIT 1.464. CORTAZAR DE LA A A LA Z


¿Por qué un álbum biográfico?  Porque no podíamos esperar más. La Internacional Cronopia reclamaba ya con demasiada insistencia una nueva aproximación al escritor y al hombre. Lo previsible era otra biografía, pero cómo olvidar lo que dijo en una entrevista en 1981: «No soy muy amigo de la biografía en detalle, de la documentación en detalle. Eso, que lo hagan los  demás cuando yo haya muerto». Frente a tanta tristeza pensamos en la enorme diversión de sus libros-almanaque y decidimos intentar un volumen afín a su espíritu anticonvencional, antisolemne.

¿Recuerdan que a fines de los 40, tímido y desconocido, se dejó empujar por un amigo hasta las puertas del British Council de Buenos Aires donde un señor extraordinariamente parecido a una langosta recorrió con aire consternado un capítulo de Imagen de John Keats en el que Keats y Cortázar se paseaban por el barrio de Flores hablando de tantas cosas, y le devolvió el manuscrito con una sonrisa cadavérica? «Fue una lástima porque era un hermoso libro, suelto y despeinado, lleno de interpolaciones y saltos y grandes aletazos y zambullidas, un libro como los que aman los poetas y los cronopios.» ¿Por qué no intentar algo parecido? ¿Un diccionario biográfico ilustrado?, ¿una fotobiografía autocomentada con retratos de todas las épocas y las primeras ediciones de todos sus libros?, ¿una antología de textos acompañada de objetos y cuadros que fueron suyos, con reproducciones de manuscritos y mecanuscritos originales y algunos inéditos?

El alfabeto, ese invento griego que apenas ha cambiado en 3.000 años y que los niños aprenden con facilidad pasmosa, nos pareció el mejor modo de ordenar/ desordenar los materiales. Nada de pautas cronológicas o temáticas; que las palabras marquen su propio ritmo, que el libro sea a su manera muchos libros pero que pueda leerse sobre todo de dos modos: en la forma corriente (de la A a la Z) o de manera salteada, siguiendo la espiral de la curiosidad y del AZar. Que quien mire las imágenes y lea las palabras que siguen, sepa -como la invitación que es su obra, como fue  su vida- «abrir las puertas para salir a jugar”.

Carles Álvarez Garriga


INICPIT 1.463. PERSPECTIVAS / LAURENT BINET


PREFACIO

Después de todo, que no se diga de mí que no sé rectificar.

Tenía opiniones muy firmes sobre Florencia y los florentinos: gente razonable, instruida, bien educada, incluso amable, pero carente de pasiones, inepta para lo trágico y la locura. ¡Nada que ver con Bolonia, Roma o Nápoles! ¿Por qué, si no (pensaba yo), Miguel Angel había huido de su patria para nunca más volver? Roma, a la que sin embargo vilipendió toda su vida, era el entorno que necesitaba. ¿ Y los otros? ¡Dante, Petrarca, Da Vinci, Galileo! Fugitivos y exiliados. Florencia producía genios y luego los expulsaba, o no sabía cómo retenerlos, y esta era la razón de que hubiera dejado de brillar desde la Edad Media. Yo querría haber vivido en la época de los güelfos y los gibelinos, pero no mucho después, porque pienso que pasado, pongamos, 1492 y después de la muerte del Magnífico, todo se había acabado por allí.


MANIERA


Perspectivas, Laurent Binet, p. 244

Vasari a Miguel Angel

Pero, poco a poco, todos nosotros, Sarto, Rosso, Salviati, Pontormo, Bronzino, vos mismo incluso y vuestros amigos romanos, hemos deseado liberarnos de ella, la hemos abandonado, la hemos menospreciado. Y hemos empezado a estirar los cuerpos, a hacerlos flotar en el espacio, a alargar los escorzos, a crear paisajes ensoñados y a deformar lo real más que a realzarlo según unos principios matemáticos que juzgábamos demasiado austeros. El orden, la simetría, todo eso se nos hizo insoportable. Nunca hemos renegado de nuestros grandes ancestros, Brunelleschi, Masaccio, Uccello, pero, sin dejar de rendirles homenaje, los hemos apartado a un lado, como a unos viejos pesados que desvarían y a quienes se relega a un extremo de la mesa en los banquetes y los demás invitados no les dirigen la palabra más que con algunas frases banales, por mera educación, para saludarlos, sin tenerlos en cuenta el resto de la comida, cuando en realidad sin ellos no habría platos ni vino ni banquete. Sin ellos, no habría nadie a la mesa, ¿verdad?

Hoy que le debo la vida, me siento muy ingrato por haber sido capaz de escribir tiempo atrás que Paolo Uccello había desperdiciado el talento y la salud en sus investigaciones sobre la perspectiva. Y qué cruel me parece Donatello, que se burlaba de su amigo y lo interpelaba entre risas: «¡Eh, Paolo! Tu perspectiva te hace confundir lo cierto con lo incierto. ¡Todo eso no son más que disparates! ». Y la verdad es que ahora pienso lo contrario. No hay nada más cierto que la perspectiva, es lo único esencial y lo más eterno. Más que todas las batallas y todos los poemas y todos los tratados de Maquiavelo o Castiglione, la perspectiva ha hecho inmortal a nuestra Toscana, y por ella se hablará de nosotros por los siglos de los siglos, de la China a las Américas.


LOLITA LUZ DE MI VIDA


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 470

Sin imitar el estilo explicativo de las famosas conferencias de Nabokov (sin mostrar diagramas de los perfiles de las cadenas montañosas, ni mapas de carreteras, ni carteritas de cerillas de esas que dan en los hoteles, entre otras cosas), no estaría de más determinar qué ocurre realmente en Lolita desde un punto de vista moral. ¿De veras es tan indecente, aunque sólo sea sobre el papel? Por más que se distancie, con su habitual altivez, del mundo «de las trampillas de las carboneras y los callejones sin salida», los maníacos jadeantes y los policías furiosos, Humbert Humbert es, sin la menor duda, un pervertido en el sentido más clásico: carece de escrúpulos, recurre a la astucia y a la superchería para lograr sus fines y (sobre todo) cuida mucho los detalles. Aparca su coche a las puertas de los colegios femeninos, por ejemplo, y hace que Lolita lo masturbe mientras contempla a las alumnas que van saliendo. Y, en cierta ocasión, Humbert le exige que lo haga, nada más y nada menos que en un aula de la escuela adonde va, a cambio de sesenta y cinco centavos, en tanto que admira el cabello de una de sus compañeras, rubio platino, sentada delante de ellos. El precio de las felaciones alcanzó un máximo de cuatro dólares por sesión antes de que Humbert lo redujera «drásticamente [ ... ] porque explotaba su deseo de participar en las actividades teatrales de la escuela haciéndole conseguir mi permiso de la manera más dura y nauseabunda». Por otra parte, le hace el cunnilingus a su hijastra aunque ésta guarde cama a causa de la fiebre que le provoca un serio resfriado: «no pude resistir la tentación de disfrutar de los insospechados placeres que me deparaba el exquisito calorcillo de su piel”


K.


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 386

En cuanto obra de arte, el relato breve «El fogonero» está mucho mejor desarrollado que la novela América, de la que es el primer capítulo. Las novelas son -deliberadamente- premiosas. «Son epopeyas de la suspensión y el aplazamiento, y habría sido imposible pulirlas hasta convertirlas en obras de arte.» Es en los relatos breves donde el genio de Kafka brilla de manera más inequívoca: en la modulación; en el ritmo, en la manera indirecta de decir las cosas, en la exquisita y significativa intensidad de sus finales. He aquí, por ejemplo, las últimas líneas de «Un artista del hambre», la historia de un artista circense cuyo número consiste en ayunos de cuarenta días, durante los cuales permanece solo, encerrado en una jaula. Poco a poco el arte de ayunar va pasando de moda; olvidado, el artista del hambre muere tras los barrotes de su jaula sin que nadie se dé cuenta:

«¡Bien, hay que limpiar toda esta porquería”, exclamó el encargado, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Encerraron entonces en la jaula a una joven pantera. Fue un evidente alivio para todos, incluidos los más estólidos, ver al salvaje animal dando vueltas por aquella jaula que había estado tanto tiempo triste y carente de vida. Nada le faltaba[ ... ] ni siquiera parecía añorar la libertad; daba la sensación de que aquel noble cuerpo, tan bien provisto de todo lo que necesitaba que se diría que estaba a punto de reventar, llevaba consigo su libertad allá donde fuera: en los dientes, al parecer; y la profunda alegría que daba a la pantera sentirse viva hacía tan intenso el olor de su aliento, que los espectadores situados más cerca de ella casi no podían tenerse en pie a causa del mareo. Sin embargo, haciendo un esfuerzo deliberado, se agolparon alrededor de la jaula y, una vez allí, ya no se movieron.”


Plegarias atendidas


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 299

Esta larga novela «acerca de los riquísimos» iba a ser la obra maestra de Capote, o, por lo menos, eso aseguraba. Este libro, que recicla, magnificándolo, el pasado de su autor, incorpora veinte años de cartas y diarios tremendamente íntimos y pregona a los cuatro vientos las soñolientas confidencias de sensibleras anfitrionas de la alta sociedad y de millonarios  chismosos, iba a ser un tour de force despiadadamente escandaloso, a pesar de lo cual emularía la soberbia arquitectura de Proust. O, al menos, eso aseguraba Capote.

Los riquísimos pensaban que Capote era su mascota, su perrillo faldero. Pero lo cierto es que era su malévolo cronista. Aquel hombre encantador y de voz suave que se tumbaba en una chaise-longue o se sentaba a los pies de la cama era, en realidad, un satírico inmisericorde que aguardaba que llegara su momento. “¿Qué esperaban?», comentó Capote. «Soy escritor.»

Pero ¿qué esperaba, exactamente, Capote? Cuando cuatro secciones de la novela aparecieron en Esquire, en 1975 y 1976, los riquísimos lo dejaron de lado. Y Capote, en vez de no darle importancia, en vez de seguir adelante como escritor, tuvo una crisis nerviosa y se hundió bajo el peso de toneladas de drogas y ríos de alcohol. Más adelante trató de sugerir que no lo había pasado tan mal, realmente, y de amenazar con vengarse. Lo cierto era que los riquísimos nunca le habían caído demasiado bien. Las secciones publicadas constituían meras advertencias: La novela crecía fuerte y lozana en su invernadero. No tenía miedo. «Esperen», dijo, «a leer el resto.»

Gore Vidal fue uno de los que no se creyeron que hubiera un «resto». He aquí lo que dijo en una entrevista en 1979: “Como esto es los Estados Unidos, si proclamas lo suficiente a los cuatro vientos que has escrito una obra inexistente, se convertirá en algo positivamente palpable. Sería estupendo que le concedieran el premio Nobel aduciendo la fuerza literaria de Plegarias atendidas, obra que, por descontado, no ha escrito. En Esquire se publicaron unos fragmentos inconexos de lo que hubiera debido ser una novela de chismorreos. El resto es silencio, y pleitos, [ ... ] y mucha palabrería en la televisión.”


NABOKOVIANA


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 226

El abuelo de nuestro biografiado fue ministro de Justicia con los zares Alejandro II y Alejandro III. Su hogar era culto, serio, ilustrado: «en la mesa se hablaba francés, en el cuarto de los niños, inglés, y en el resto de la mansión, ruso». El padre de Nabokov, un destacado liberal que formó parte del gobierno provisional tras la caída de los zares (y por el que Trotski sentía especial animadversión), era tan «europeo», que enviaba sus camisas a Londres para que se las lavaran y plancharan.

Tolstói acarició el cabello del niño Vladimir. Mandelstam dio conferencias en la escuela a la que asistía. Al llegar a la adolescencia, heredó una fortuna de un millón de rublos, lo que le aseguraba la independencia económica. Publicó algunos libros de poemas en ediciones privadas y se dedicó a cortejar a toda muchacha que se le ponía a tiro, lo que le dio cierta fama de conquistador en San Petersburgo. Algunos de sus amigos poetas mayores que él, alistados en los regimientos de húsares del ejército blanco, ya habían conocido una muerte prematura.

Los bolcheviques dispararon contra el barco en el que huyó de Crimea con su familia. Ninguno de sus miembros volvería a ver su patria. Los Nabokov aceptaron con resignación tener que dejar la opulencia de la Rusia prerrevolucionaria por las privaciones y la mezquindad del exilio. Vladimir pasó tres años, en los que no escasearon los romances, estudiando en el Trinity College de Cambridge (el estilo del señor Field muestra una desesperante inseguridad durante todo este capítulo), tras los cuales se trasladó a Berlín, la meca de los émigrés. Fue allí donde Nabokov padre fue asesinado, en el curso de una conferencia que daba un político de cuyas ideas discrepaba, pero al que trató de proteger de las balas de un anarquista.


LO


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 248

Es probable que muchos lectores piensen que la rigidez moral de El hechicero -comparada con la decadente complejiad de Lolita- tiene que ver con la ortodoxia rusa. Pertenece, sin duda, al período berlinés de Nabokov, y, de modo más específico, a la serie de obras llenas de grotesca crueldad que va de Rey, Dama, Valet a Desesperación. Bien, el caso es que constituye una pequeña obra de arte, que sorprende de veras por su implacable mordacidad. El traductor  merece un elogio muy especial. Es posible que, paradójicamente, la muerte de Nabokov haya liberado al que había sido su colaborador en tantas ocasiones, pues El hechicero no puede ser una obra más nabokoviana.

La evidente persistencia del tema de la obsesión por las nínfulas resulta sorprendente, pero sólo porque la trama argumental es sorprendente. No es más persistente que el interés de Nabokov por los dobles, los espejos, el ajedrez o la paranoia, e incluso es mucho menos persistente que su interés por el tema del artiste manqué, con el cual, no obstante, se relaciona de un modo importante. Lolita tiene una intención redentora. Como narrador, Humbert nos da algo con la intención de que lo miremos de un modo favorable: su diabólico libro. Y también nos da un completo estado de cuentas moral acerca de este sombrío tema. El delito es grave, y el precio que hay que pagar por él se especifica con todo detalle. Fue necesario el libro posterior y, paradójicamente, más «antiguo» para hacer el balance final de las cantidades involucradas. Al igual que en un hospital estadounidense, hay que responder de todas las fundas de almohada manchadas de lágrimas y de todos los pedazos de papel higiénico utilizados.


INCIPIT 1.462. LA GUERRA CONTRA EL CLICHE / MARTIN AMIS


Mientras planeaba en actitud autocomplaciente este volumen, siempre pensé que incluiría en él una breve sección llamada -digamos- «Literatura y Sociedad», en la cual recopilaría mis escritos relativos a esos temas (textos acerca de F. R. Leavis, Lionel Trilling y algunas figuras menores, como lan Robinson y Denis Donoghue). En cierta época, la frase «Literatura y  sociedad» estuvo tan presente en boca de todos que se hizo merecedora de una abreviación: Lit & Soc. Y la Lit & Soc, creía recordar, me había interesado durante muchos años. Pero al revisar los manuscritos acumulados sólo encontré un puñado de ensayos, escritos todos, ominosamente, a comienzos de los setenta (cuando yo estaba al principio de la veintena). Tras releerlos, jugueteé con la idea de titular esa pequeña sección «Literatura y Sociedad: el debate desaparecido». Luego decidí que más valía que mi debate desapareciera también. Aquellos textos me parecían vehementes, arrogantes y afectadamente aburridos. Y, lo que supongo que era lo más importante, sentía que la Lit & Soc y el ejercicio de la crítica literaria estaban muertos y acabados.

Esa época me parece ahora tan remota, que la encuentro irreconocible. Tenía un empleo fijo en el Times Literary Supplement. Por aquel entonces ya empezaba a manifestar cierta  discrepancia respecto del ejercicio de la crítica literaria y el concepto Lit & Soc cuando asistía a las reuniones del consejo de redacción


INCIPIT 1.461. SINCERAMENTE TUYO, SHURIK / L. ULITSKAYA


El padre del niño, Aleksandr Siguizmúndovich Levandovski -un hombre de aspecto demoníaco, un tanto deteriorado, de nariz aguileña y rizos tupidos que, resignado, había dejado de teñirse después de los cincuenta años-, prometía desde temprana edad llegar a ser un genio de la música. Desde que cumpliera los ocho años, daba conciertos y recitales, como un joven Mozart, pero hacia los dieciséis todo se detuvo, como si la estrella de su éxito se hubiera apagado en algún lugar del firmamento. Algunos jóvenes pianistas, dotados de habilidades decentes pero mediocres) comenzaron a aventajarle y, tras finalizar sus estudios en el conservatorio de Kiev con matrícula de honor, se convirtió poco a poco en acompañante. Podía decirse que era un acompañante sensible, riguroso, único. Actuaba con violinistas y violonchelistas de primera categoría, que incluso se lo disputaban un poco. Pero su papel siempre era secundario. En el mejor de los casos figuraba en el cartel como «al piano» y, en el peor, con dos letras: «ac». En ese «ac» residía la infelicidad de su vida, una daga siempre clavada en el hígado. Los antiguos consideraban que el hígado es el órgano que más se resiente por la envidia. Por supuesto, nadie cree en esas tonterías heredadas de Hipócrates, pero, en efecto, el hígado de Aleksandr Siguizmúndovich padecía crisis continuadas.


Hannibal, de Thomas Harris


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 211

Hannibal, de Thomas Harris

Mason Verger, el «malo» de Hannibal, de Thomas Harris, es un ser de inconcebible vesania. Su pasatiempo favorito consiste en dirigirse a cualquiera de los «niños afroamericanos” - huérfanos, a ser posible- que tiene a su alrededor y decirle cosas horribles: tu madre de acogida no te quiere a causa del color de tu piel; tu gatito tendrá un accidente y morirá. Cuando el crío se echa a llorar, una enfermera le limpia las lágrimas con una gasa «y luego la escurre en la copa del martini de Mason, que está en la nevera de la sala de juegos, junto a la naranjada y los demás refrescos». ¡Qué tío más malo! ¡Y qué martini más malo! Pero Mason Verger encuentra las lágrimas de huérfano afroamericano tan dulces y embriagadoras como el mejor Tanqueray. Así de increíblemente malvado es ese tío.

Y así acaba la página 66. Y todavía quedan otras cuatrocientas veinte. Admirador de Harris desde hace mucho tiempo, al final acabé el libro, no sin muchos cansinos bostezos, muchas incoercibles caídas de la cabeza sobre el pecho y mucho ahuecar los brazos para que se me ventilaran los sobacos. Al evaluar una novela como Hannibal, -que muestra gran interés por los cerdos (gorrinos comedores de hombres, criados para desarrollar su lado más salvaje), parece adecuado proclamar a los cuatro vientos que es, sin disputa, una cerdada con todas las de la ley: gruñe, resopla y hoza, y tiene cuatro perniles con sus correspondientes pies y una rizada colita.


Andy Warhol


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p.67

Casi todas las mañanas Andy Warhol llamaba por teléfono a su ex secretaria, Pat Hackett, y le explicaba, deshilvanadamente, lo que había hecho el día anterior. Ella, según explica, tomó «notas extensas» y las mecanografió «mientras los ecos de la voz de Andy seguían frescos en ¡ni mente». Así que es eso lo que reseñamos aquí: ochocientas páginas -medio millón de palabras de ecos de la voz de Andy.

Pero la cosa resulta efectiva, hasta cierto punto. “Peter Boyle y su nueva, creo, esposa estaban allí.» «La princesa Marina de, supongo, Grecia vino a comer.» «Nell se desnudó, más o menos.» «Raymond [ está] allí posando para David Hockney. Raymond coge el avión para ir a posar.» La edición de la señora Hackett da la sensación de ser afectuosa y escrupulosa, y acierta al no tratar de proteger a Andy. Al cabo de un rato, uno comienza a confiar en esa voz, la de Andy, aquel murmullo vacilante, aquel cascado farfullar. La fuente de inspiración de los Diarios es lo trivial; y es que en la vida cotidiana de esta humanidad cada vez más longeva los que son alguien y los don nadie acaban confundiéndose.

Por otra parte, en el libro cabe todo el mundo; o, al menos, todos aquellos que son alguien. «Fuimos a Studio 54, y allí estaban todos.» «A veces vas a sitios en los que no hay nadie importante.» «Todos eran alguien [ ... ] todo el mundo vino después de los premios. Faye Dunaway y Raquel Welch y todos los demás.» Pero ¿quiénes son todos? O ¿quiénes son todos los demás? Pues Loulou de la Falaise y Monique Van Vooren [...] Andy también iba a todas partes, tanto si se trataba de lugares importantes como si no. Fue a la inauguración de una escalera mecánica en Bergdorf Goodman, a Regine's para el  cumpleaños de Julio Iglesias, a la apertura de una tienda de helados en Palm Beach, a Tavern on the Green para un «rollo» ( término que utiliza mucho) en el que anunciaría que Don King iba a ser el nuevo manager de The Jacksons, al Waldorf Astoria para la fiesta de la muñeca Barbie, a un lugar innominado para ser jurado en un concurso de imitadoras de Madonna y otro lugar innominado para serlo en un concurso de senos desnudos.


TRANS


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 39

The Iron Lady, de Hugo Young

Mitterrand pensaba de ella que tenía los ojos de Calígula y la boca de Marilyn Monroe. «En su presencia», dijo Zbigniew Brzezinski, «uno olvida rápidamente que es mujer. No me da la impresión de ser realmente femenina.» En 1979 Tass la llamó la Dama de Hierro; pero ya en 1984 Yasser Arafat la había calificado de «Hombre de Hierro». Cuando un entrevistador le dijo a Gloria Steinem que los ingleses nunca creyeron que tendrían como primer ministro a una mujer, le respondió: “y no la tienen.» Así que, mientras la hija del tendero anda por el Kremlin y la Casa Blanca, mientras traumatiza a Helmut Schmidt en Luxemburgo o impresiona a Lech Walesa en los astilleros de Gdansk, los que la observan parecen compartir un mismo temor: que un buen día la señora Thatcher se encamine hacia el servicio equivocado. Cauto, como siempre, Ronald Reagan se refirió a ella como «una de mis personas favoritas». Y después la propia interesada buscó una especie de impersonalidad en el nos de la realeza.

La señora Thatcher es la única cosa interesante de la política británica; y lo único interesante de la señora Thatcher es que no es hombre. Habiendo conseguido los mismos logros, poseedor del mismo estilo y la misma «visión», un Marvyn Thatcher o un Marmaduke Thatcher sería tan aburrido como la lluvia, tan aburrido como el tráfico de Londres, tan aburrido como la prosperidad fosforescente, o más bien la vulgaridad de boutique de la Inglaterra de Teacher.


K.


La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 383

La edición de The Complete Short Stories, publicada por Penguin, se inicia, ingeniosamente, con «Dos parábolas a modo de introducción”, ambas de una extensión que apenas supera una página. En la primera, «Ante la Ley», un campesino se acerca a las puertas de la Ley y le pide al formidable portero que le deje entrar. «Ahora no es posible, es la respuesta que reciben sus reiteradas peticiones. Si cruzara la puerta, tendría que enfrentarse a otros porteros, cada uno de ellos más formidable que el anterior. «El tercero es tan terrible”, le dice el primero, «que incluso yo tengo miedo de mirarlo a los ojos.» El campesino se sienta y espera. Pasan los meses. Pasan los años. A punto de morir de viejo, el campesino le pregunta al portero, con su último aliento, cómo es que nadie más se ha presentado ante las puertas de la Ley a pedir que le dejaran entrar. El portero grita a la oreja del moribundo: «Nadie más podía entrar por estas puertas, pues fueron construidas exclusivamente para ti. Ahora voy a cerrarlas.»

En la segunda parábola, «Un mensaje imperial», un emperador a punto de morir te envía un mensaje, «a ti, el más humilde de sus súbditos, esa sombra insignificante que tiembla en la más remota lejanía ante el sol imperial». El mensaje es tan importante, que el emperador ha hecho que se lo repitan al oído, con un susurro, mientras yace en su lecho de muerte. El mensajero, «un hombre fuerte, infatigable», emprende inmediatamente el viaje, para lo cual tiene que cruzar primero las antesalas, abarrotadas de gente. Pero la multitud no para de aumentar y las cámaras parecen inacabables; pasará toda una vida antes de que consiga salir de las habitaciones más retiradas del palacio. «Y si al final alcanzara el portalón exterior -cosa que nunca, nunca, ocurrirá-, encontraría ante sí la capital imperial, el centro del mundo, congestionada hasta reventar...» Así que nunca recibirás ese mensaje. «Pero siéntate junto a la ventana al atardecer y suéñalo para ti.»


MARTIN AMIS


La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 12

Acaso lo más fantástico de aquel momento cultural haya sido la impresión de que la cultura artística era la triunfadora.

Los historiadores literarios llaman a esa época la Era de la Crítica. Se considera que se inició en 1948, con la publicación de Notas para una definición de la cultura, de Eliot, y La gran tradición, de Leavis. ¿Qué acabó con ella? La respuesta más concisa podría consistir en una sencilla palabra de cuatro letras: OPEP. En los años sesenta se podía pasar con diez chelines a la semana: durmiendo en suelos ajenos y viviendo a costa de los amigos y perorando -sobre crítica literaria, por ejemplo- para que te pagaran la cena. Pero, de repente, un simple billete de autobús pasó a costar diez chelines. El alza de los precios del petróleo, seguida por la inflación y luego por la estanflación (estancamiento económico acompañado de inflación), mostró que la crítica literaria era una de las muchas fruslerías de la clase ociosa sin las cuales nos las tendríamos que arreglar. Bueno, ése era el sentir general. Pero ahora resulta claro que la crítica literaria ya estaba condenada. Explícitamente o no, se había basado en una estructura de niveles y jerarquías; tenía que ver con la élite del talento. Y esa estructura se desmoronó en cuanto las fuerzas de la democratización convergieron y arremetieron contra ella.

Esas fuerzas -sin comparación las más potentes en nuestra cultura- prosiguieron su arremetida. Y ahora han chocado contra una barrera natural. Algunas ciudadelas, es cierto, han resultado expugnables. Se puede conseguir la riqueza aun careciendo de talento (gracias a la lotería, por ejemplo). Y también la fama (humillándose en algún programa de televisión, por ejemplo; claro que esto siempre será mejor que el antiguo método consistente en asesinar a los personajes famosos para heredar su aura). Pero el talento no es algo que se pueda adquirir: hay que tenerlo. Por lo tanto, debe ser eliminado.


Buchenwald


Destino y memoria:cien años de  J. Semprún, p. 330

El narrador, y no hay duda de que este remite a Semprún en el ciclo dedicado a Buchenwald, había declarado en sus primeros libros, y con una cierta imprudencia, haber sido feliz allí, al  conseguir para sí mismo una atmósfera de altísimo nivel intelectual: recitaba «La fileuse» de Paul Valéry en el edificio de las letrinas, mientras otro compañero le respondía con versos de Baudelaire; declamaba, también en compañía, y a voz en grito, el lied de Lorelei, en alemán, entre el ruido ensordecedor de decenas de pares de zuecos, exhaustos, yendo a sus barracones. En el Lager, Semprún no solo leyó la Lógica de Hegel, La voluntad de poder de Nietzsche y un ensayo de Schelling sobre la libertad, sino que descubrió la poesía de René Char, pudo hablar de san Agustín, leyó a William Faullmer y mantuvo un tenso cruce de espadas intelectual con un teniente americano de origen alemán, el teniente Rosenfeld, que no solo conocía las Nouvelles conversations de Goethe avec Eckermann, de Léon Blum, sino que era un experto en Heidegger, en Goethe y en Bertolt Brecht. Con dicho teniente  Rosenfeld, el preso 44. 904 se pasearía asimismo por Weimar, una vez liberado el campo por parte de las tropas estadounidenses. Ambos hombres visitarían las dos casas de Goethe: la casa-museo del Frauenplan, en el centro, y la más modesta del Gartenhaus, donde el escritor vivía felizmente con Christiane Vulpius, resguardado de la estricta etiqueta cortesana.


INCIPIT 1.460. LOS ALEMANES / SERGIO DEL MOLINO


l. Fede

Iré a ver a papá, le dije. Claro que iré. Ya había decidido ir antes de que me clavase el codo con la mirada, y mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone cara de adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán cosas de hermanos.

Cuando bajé del taxi y me encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó los brazos. Rígida, ni adelantó una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni siquiera respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los que manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de papá?, me dijo, como si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si hubiese urdido una trama de trenes retrasados y vuelos cancelados.

-¿No has traído maleta? Pensé que te quedabas unos días, hasta la despedida, al menos -dijo, mirando la mochila que llevaba a la espalda, una mochila pequeña donde sólo cabían dos camisas y una muda.

-No quería facturar, ya me apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días, claro que me quedo unos días.

-Bien, porque habrá que decidir qué hacemos con los papeles de Gabi y hay que firmar un montón de cosas. Eso, decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio, antes de que me vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada que ver con la vuestra.


INCIPIT 1.459. TESIS SOBRE UNA DOMESTICACION / CAMILA SOSA VILLADA


Prólogo

Humanas y divinas

Qué injusto es generalizar, pero qué complicadas son las actrices. Así, directamente, en femenino del plural. No es menos cierto que también son vulnerables, desde ese lugar que te otorga la sobreexposición y el vivir en un continuo exorcismo de entrar y salir de distintos personajes. Hay incluso algunas que llegan a creérselos, devoradas por su ficción, en una batalla en la que la realidad y el engaño acaban dándose la mano.

Camila es consciente de todo ello y sabe que el alma de una actriz vale por dos, a veces incluso por tres. Y el alma de una travestí también. Conviven en un baile de incoherencias, debilidades y virtudes, que por un momento las hace más humanas que al resto de los mortales. Ella lo sabe. O lo ha vivido. No renuncia a plasmar la fragilidad de esa actriz a la que libremente pones cara, pero tampoco rehúye demostrar sus miserias, esas mismas que la bajan de un escenario para convertirla en hermana, amiga o madre.


FAULKNER


Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 312

Absalón! novela también estaba en la biblioteca de Buchenwald ... La leyó usted en alemán. 

-Eso es -digo-, ya sabe usted lo mucho que me gusta Faulkner. Sartoris es una de las novelas que más me han marcado. Pero iAbsalón, Absalón! lleva al extremo, de forma obsesiva, la complejidad del relato faulkneriano, siempre construido hacia atrás, hacia el pasado, en una espiral vertiginosa. La memoria es lo que cuenta, lo que gobierna la acción profusa del relato, lo que lo hace avanzar. .. Recuerda usted sin duda nuestras conversaciones de hace dos años ... Hemingway construye la eternidad del instante presente a través de un relato casi cinematográfico ... Faulkner, por su parte, persigue interminablemente la reconstrucción aleatoria del pasado: de su densidad, de su opacidad, de su ambigüedad fundamentales ... Mi problema, que no es técnico sino moral, es que no consigo, por medio de la escritura, penetrar en el presente del campo, narrarlo en presente ... Como si existiera una prohibición de la figuración en presente ... De este modo, en todos mis borradores la cosa empieza antes, o después, o alrededor, pero nunca empieza dentro del campo. Y cuando por fin he conseguido llegar al interior, cuando estoy dentro, la escritura se bloquea ... Me alcanza la angustia, vuelvo a sumirme en el vacío, abandono ... Para volver a empezar de otro modo, en otro lugar, de forma distinta ... Y el mismo proceso vuelve a repetirse ...


SANCHEZ DRAGO


Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 160

Por su parte, en España, el trabajo de la policía continuaba sin tregua. De ahí que, aún dando palos de ciego, el celo vigilante diera inesperados 'resultados positivos para sus intereses. En esta ocasión, además, no hubo necesidad de aplicar la tortura. El seguimiento policial a Fernando Sánchez Dragó, de regreso en Madrid desde Italia a comienzos del verano de 1963 con materiales sospechosos, dio lugar a su detención y a la de otros siete, sus contactos de esos días. En la comisaría, cuando fue interrogado, la policía refirió que el detenido, «al margen de las diligencias que le eran instruidas», declaró que  había sabido que el ganador del Premio Formentor de ese año, Jorge Semprún Maura, cuya foto acababa de ver en una revista en Italia, había sido su instructor en el partido comunista, donde usaba nombres como Federico Artigas. La policía concluye en su informe que, a partir de ese momento, quedó establecida la personalidad de Agustín-Federico (algunos de los nombres por los que lo habría conocido Sánchez Dragó en sus años de militancia comunista) y Jorge Semprún, lo que «acreditó de tal suerte su extraordinario rango de agitador al servicio del comunismo». Por fortuna, el denunciado se encontraba en París a buen recaudo, pero en los meses siguientes advertiría con extrañeza que agentes de la policía española desplazados a la capital francesa, como hacían con frecuencia, ahora vigilaban sus movimientos como nunca antes lo habían hecho. Así lo comunicaría en sus reuniones de la dirección del partido.


Huelga Nacional Pacífica (o Patriótica)

Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 142

El PCE empezó a sondear a fuerzas minoritarias de derecha e izquierda para atraerlos a su propuesta fetiche, la Huelga Nacional Pacífica (o Patriótica), la HNP, para el 18 de junio de 1959, de la que de nuevo Santiago Carrillo era su valedor principal. Tan repentina como arriesgada apuesta causó sorpresa indisimulada en algunos miembros de la dirección del partido corno la misma secretaria general, preventivamente dejada al margen de la decisión.

De nuevo la movilización de recursos materiales y humanos fue extraordinaria, corno lo sería también la de la policía en alerta, con una vigilancia paralizante. Los dirigentes en Madrid, reforzados de nuevo con enviados desde París, se preparaban para el asalto final, con lemas parecidos a los de la anterior «jornada", aunque en esta ocasión, en su fuero interno no las tuvieran todas consigo, caso de Pradera, quizá de Federico Sánchez y de Muñoz Suay (según sus recuerdos de aquellos días previos al día señalado). Cuando finalmente sonó el día H, la respuesta popular apenas se oyó. El fracaso de la huelga era indudable para cualquiera de los testigos. Se produjeron detenciones muy graves, corno la de Simón Sánchez Montero el día anterior a la convocatoria y las de muchos militantes de los grupos que siguieron al PCE, decepcionados por el escaso respeto político que les habían mostrado los comunistas en la preparación y a lo largo de la jornada.

Las detenciones no alteraron los hábitos de Semprún. Siguió viviendo en su mismo domicilio, adoptando las precauciones de rigor pero confiado en que sus camaradas detenidos resistirían  las torturas policiales que con seguridad les serían  inflingidas.


La extracción de la piedra de la locura


La piedra de la locura, B.Labatut, p. 9

Durante el verano de 1926, el escritor Howard Phillips Lovecraft percibió la sombra de un nuevo tipo de horror.  

Aunque apenas fue capaz de hallar las palabras para describirlo, pudo cristalizar algunas de sus visiones en un cuento que tituló «La llamada de Cthulhu», una historia que alerta a nuestra especie sobre el regreso de un antiguo terror y el peligro de traspasar nuestros límites, al mostrarnos lo que puede estar allí, dormido, esperándonos. «Creo que el hecho más misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos», escribió Lovecraft. «Vivimos en una isla de plácida ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos destina dos a viajar muy lejos. Las ciencias,cada una avanzando en su propia dirección, nos han perjudicado poco hasta el momento; pero algún día la suma de todo ese saber disgregado abrirá una perspectiva tan aterradora sobre la realidad, y sobre el espantoso lugar que ocuparnos en ella, que nos volveremos locos producto de esa revelación, o huiremos de la luz hacia la paz y la seguridad de una nueva edad oscura. » En el cuento, un hombre va tras los pasos de una secta que intenta despertar a un dios antediluviano sumido en un sueño eterno. Durante su búsqueda, el protagonista se topa con reportajes y noticias sobre extraños brotes de histeria colectiva, pánico, locura grupal y arrebatos de manía, todos relacionados con tres pequeñas estatuas de un ídolo cuya forma, completamente antinatural, parecía estar dotada de una malignidad intrínseca. Una de esas efigies fue modelada en arcilla por un escultor de Rhode Island, quien vio la silueta del ídolo durante una pesadilla particularmente vívida; otra fue confiscada por un policía que participó en una redada durante la celebración de un rito vudú en los pantanos de Nueva Orleans, mientras que la tercera cayó en manos de un marinero noruego, quien la encontró en los farellones de una isla ciclópea que surgió de golpe en medio de las olas del Pacífico Sur, una tierra maldita cuyos colosales paisajes violentaban las leyes de la perspectiva, creando un entorno tan anómalo que uno de los compañeros de barco del noruego perdió la cabeza luego de contemplar algo demasiado horroroso corno para poder ser comprendido: un ser descomunal e incrustado de tantas capas de tiempo que hacía que no solo la humanidad sino el mundo entero pareciera joven y fugaz en comparación.


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