No callar, Javier Cercas, p. 491
Lepanto, donde se vivió «la más
alta ocasión que vieron los siglos», como Cervantes llamó a aquella batalla en
el Quijote para defenderse de las maldades de Alejandro Fernández de Avellaneda, seudónimo del autor del Quijote
apócrifo. Según Martín de Riquer, Avellaneda era un tal Jerónimo de Pasamonte,
y, de camino hacia Lepanto, Ayén nos revela que su segundo apellido es
Pasamonte y que desciende del enemigo de Cervantes. «Si algún día cuento este
viaje», me digo, «nadie me creerá.» Lepanto resulta ser un pueblecito marinero
con una fortaleza y una estatua de Cervantes que en realidad representa a don
Quijote. Frente a sus costas tuvo lugar el combate, el 7 de octubre de 1571.
Aquel día Cervantes tenía tanta fiebre que sus mandos le pidieron que se quedara
en la bodega de su nave, porque no estaba en condiciones de luchar; Cervantes,
recién cumplidos veinticuatro años, se negó en redondo: según varios
testimonios, alegó, «muy enojado», que «más quería morir peleando que no
meterse bajo cubierta» y pidió a su capitán que le «pusiese en la parte y lugar
que fuese más peligrosa y que allí estaría y moriría peleando». iQué loco!, se
dirá. ¡A punto estuvo ese insensato de inmolarse en aquella carnicería y de
privarnos no solo de la mejor novela jamás escrita, sino de la novela moderna,
lo que hubiera hecho de este mundo un lugar mucho peor! Es verdad. Pero también
es verdad que si Cervantes no hubiera sido en su juventud un chalado capaz de
morir por sus ideales, en su vejez nunca habría podido escribir el Quijote: al
fin y al cabo, una de las cosas que dice ese libro infinito es que un hombre
siempre tiene que estar dispuesto a jugárselo todo por las cosas en las que
cree, aunque haga el más absoluto de los ridículos, aunque el mundo entero se
ría de él tanto como seguimos riendo de don Quijote.
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