La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 226
El abuelo de nuestro biografiado
fue ministro de Justicia con los zares Alejandro II y Alejandro III. Su hogar
era culto, serio, ilustrado: «en la mesa se hablaba francés, en el cuarto de
los niños, inglés, y en el resto de la mansión, ruso». El padre de Nabokov, un
destacado liberal que formó parte del gobierno provisional tras la caída de los
zares (y por el que Trotski sentía especial animadversión), era tan «europeo»,
que enviaba sus camisas a Londres para que se las lavaran y plancharan.
Tolstói acarició el cabello del
niño Vladimir. Mandelstam dio conferencias en la escuela a la que asistía. Al
llegar a la adolescencia, heredó una fortuna de un millón de rublos, lo que le aseguraba
la independencia económica. Publicó algunos libros de poemas en ediciones
privadas y se dedicó a cortejar a toda muchacha que se le ponía a tiro, lo que
le dio cierta fama de conquistador en San Petersburgo. Algunos de sus amigos
poetas mayores que él, alistados en los regimientos de húsares del ejército
blanco, ya habían conocido una muerte prematura.
Los bolcheviques dispararon
contra el barco en el que huyó de Crimea con su familia. Ninguno de sus
miembros volvería a ver su patria. Los Nabokov aceptaron con resignación tener que
dejar la opulencia de la Rusia prerrevolucionaria por las privaciones y la
mezquindad del exilio. Vladimir pasó tres años, en los que no escasearon los
romances, estudiando en el Trinity College de Cambridge (el estilo del señor
Field muestra una desesperante inseguridad durante todo este capítulo), tras
los cuales se trasladó a Berlín, la meca de los émigrés. Fue allí donde Nabokov
padre fue asesinado, en el curso de una conferencia que daba un político de
cuyas ideas discrepaba, pero al que trató de proteger de las balas de un
anarquista.
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