La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 211
Hannibal, de Thomas Harris
Mason Verger, el «malo» de
Hannibal, de Thomas Harris, es un ser de inconcebible vesania. Su pasatiempo
favorito consiste en dirigirse a cualquiera de los «niños afroamericanos” - huérfanos,
a ser posible- que tiene a su alrededor y decirle cosas horribles: tu madre de
acogida no te quiere a causa del color de tu piel; tu gatito tendrá un
accidente y morirá. Cuando el crío se echa a llorar, una enfermera le limpia
las lágrimas con una gasa «y luego la escurre en la copa del martini de Mason, que
está en la nevera de la sala de juegos, junto a la naranjada y los demás
refrescos». ¡Qué tío más malo! ¡Y qué martini más malo! Pero Mason Verger
encuentra las lágrimas de huérfano afroamericano tan dulces y embriagadoras
como el mejor Tanqueray. Así de increíblemente malvado es ese tío.
Y así acaba la página 66. Y
todavía quedan otras cuatrocientas veinte. Admirador de Harris desde hace mucho
tiempo, al final acabé el libro, no sin muchos cansinos bostezos, muchas incoercibles
caídas de la cabeza sobre el pecho y mucho ahuecar los brazos para que se me
ventilaran los sobacos. Al evaluar una novela como Hannibal, -que muestra gran
interés por los cerdos (gorrinos comedores de hombres, criados para desarrollar
su lado más salvaje), parece adecuado proclamar a los cuatro vientos que es,
sin disputa, una cerdada con todas las de la ley: gruñe, resopla y hoza, y
tiene cuatro perniles con sus correspondientes pies y una rizada colita.
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