Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 1.464. CORTAZAR DE LA A A LA Z


¿Por qué un álbum biográfico?  Porque no podíamos esperar más. La Internacional Cronopia reclamaba ya con demasiada insistencia una nueva aproximación al escritor y al hombre. Lo previsible era otra biografía, pero cómo olvidar lo que dijo en una entrevista en 1981: «No soy muy amigo de la biografía en detalle, de la documentación en detalle. Eso, que lo hagan los  demás cuando yo haya muerto». Frente a tanta tristeza pensamos en la enorme diversión de sus libros-almanaque y decidimos intentar un volumen afín a su espíritu anticonvencional, antisolemne.

¿Recuerdan que a fines de los 40, tímido y desconocido, se dejó empujar por un amigo hasta las puertas del British Council de Buenos Aires donde un señor extraordinariamente parecido a una langosta recorrió con aire consternado un capítulo de Imagen de John Keats en el que Keats y Cortázar se paseaban por el barrio de Flores hablando de tantas cosas, y le devolvió el manuscrito con una sonrisa cadavérica? «Fue una lástima porque era un hermoso libro, suelto y despeinado, lleno de interpolaciones y saltos y grandes aletazos y zambullidas, un libro como los que aman los poetas y los cronopios.» ¿Por qué no intentar algo parecido? ¿Un diccionario biográfico ilustrado?, ¿una fotobiografía autocomentada con retratos de todas las épocas y las primeras ediciones de todos sus libros?, ¿una antología de textos acompañada de objetos y cuadros que fueron suyos, con reproducciones de manuscritos y mecanuscritos originales y algunos inéditos?

El alfabeto, ese invento griego que apenas ha cambiado en 3.000 años y que los niños aprenden con facilidad pasmosa, nos pareció el mejor modo de ordenar/ desordenar los materiales. Nada de pautas cronológicas o temáticas; que las palabras marquen su propio ritmo, que el libro sea a su manera muchos libros pero que pueda leerse sobre todo de dos modos: en la forma corriente (de la A a la Z) o de manera salteada, siguiendo la espiral de la curiosidad y del AZar. Que quien mire las imágenes y lea las palabras que siguen, sepa -como la invitación que es su obra, como fue  su vida- «abrir las puertas para salir a jugar”.

Carles Álvarez Garriga


INICPIT 1.463. PERSPECTIVAS / LAURENT BINET


PREFACIO

Después de todo, que no se diga de mí que no sé rectificar.

Tenía opiniones muy firmes sobre Florencia y los florentinos: gente razonable, instruida, bien educada, incluso amable, pero carente de pasiones, inepta para lo trágico y la locura. ¡Nada que ver con Bolonia, Roma o Nápoles! ¿Por qué, si no (pensaba yo), Miguel Angel había huido de su patria para nunca más volver? Roma, a la que sin embargo vilipendió toda su vida, era el entorno que necesitaba. ¿ Y los otros? ¡Dante, Petrarca, Da Vinci, Galileo! Fugitivos y exiliados. Florencia producía genios y luego los expulsaba, o no sabía cómo retenerlos, y esta era la razón de que hubiera dejado de brillar desde la Edad Media. Yo querría haber vivido en la época de los güelfos y los gibelinos, pero no mucho después, porque pienso que pasado, pongamos, 1492 y después de la muerte del Magnífico, todo se había acabado por allí.


MANIERA


Perspectivas, Laurent Binet, p. 244

Vasari a Miguel Angel

Pero, poco a poco, todos nosotros, Sarto, Rosso, Salviati, Pontormo, Bronzino, vos mismo incluso y vuestros amigos romanos, hemos deseado liberarnos de ella, la hemos abandonado, la hemos menospreciado. Y hemos empezado a estirar los cuerpos, a hacerlos flotar en el espacio, a alargar los escorzos, a crear paisajes ensoñados y a deformar lo real más que a realzarlo según unos principios matemáticos que juzgábamos demasiado austeros. El orden, la simetría, todo eso se nos hizo insoportable. Nunca hemos renegado de nuestros grandes ancestros, Brunelleschi, Masaccio, Uccello, pero, sin dejar de rendirles homenaje, los hemos apartado a un lado, como a unos viejos pesados que desvarían y a quienes se relega a un extremo de la mesa en los banquetes y los demás invitados no les dirigen la palabra más que con algunas frases banales, por mera educación, para saludarlos, sin tenerlos en cuenta el resto de la comida, cuando en realidad sin ellos no habría platos ni vino ni banquete. Sin ellos, no habría nadie a la mesa, ¿verdad?

Hoy que le debo la vida, me siento muy ingrato por haber sido capaz de escribir tiempo atrás que Paolo Uccello había desperdiciado el talento y la salud en sus investigaciones sobre la perspectiva. Y qué cruel me parece Donatello, que se burlaba de su amigo y lo interpelaba entre risas: «¡Eh, Paolo! Tu perspectiva te hace confundir lo cierto con lo incierto. ¡Todo eso no son más que disparates! ». Y la verdad es que ahora pienso lo contrario. No hay nada más cierto que la perspectiva, es lo único esencial y lo más eterno. Más que todas las batallas y todos los poemas y todos los tratados de Maquiavelo o Castiglione, la perspectiva ha hecho inmortal a nuestra Toscana, y por ella se hablará de nosotros por los siglos de los siglos, de la China a las Américas.


LOLITA LUZ DE MI VIDA


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 470

Sin imitar el estilo explicativo de las famosas conferencias de Nabokov (sin mostrar diagramas de los perfiles de las cadenas montañosas, ni mapas de carreteras, ni carteritas de cerillas de esas que dan en los hoteles, entre otras cosas), no estaría de más determinar qué ocurre realmente en Lolita desde un punto de vista moral. ¿De veras es tan indecente, aunque sólo sea sobre el papel? Por más que se distancie, con su habitual altivez, del mundo «de las trampillas de las carboneras y los callejones sin salida», los maníacos jadeantes y los policías furiosos, Humbert Humbert es, sin la menor duda, un pervertido en el sentido más clásico: carece de escrúpulos, recurre a la astucia y a la superchería para lograr sus fines y (sobre todo) cuida mucho los detalles. Aparca su coche a las puertas de los colegios femeninos, por ejemplo, y hace que Lolita lo masturbe mientras contempla a las alumnas que van saliendo. Y, en cierta ocasión, Humbert le exige que lo haga, nada más y nada menos que en un aula de la escuela adonde va, a cambio de sesenta y cinco centavos, en tanto que admira el cabello de una de sus compañeras, rubio platino, sentada delante de ellos. El precio de las felaciones alcanzó un máximo de cuatro dólares por sesión antes de que Humbert lo redujera «drásticamente [ ... ] porque explotaba su deseo de participar en las actividades teatrales de la escuela haciéndole conseguir mi permiso de la manera más dura y nauseabunda». Por otra parte, le hace el cunnilingus a su hijastra aunque ésta guarde cama a causa de la fiebre que le provoca un serio resfriado: «no pude resistir la tentación de disfrutar de los insospechados placeres que me deparaba el exquisito calorcillo de su piel”


K.


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 386

En cuanto obra de arte, el relato breve «El fogonero» está mucho mejor desarrollado que la novela América, de la que es el primer capítulo. Las novelas son -deliberadamente- premiosas. «Son epopeyas de la suspensión y el aplazamiento, y habría sido imposible pulirlas hasta convertirlas en obras de arte.» Es en los relatos breves donde el genio de Kafka brilla de manera más inequívoca: en la modulación; en el ritmo, en la manera indirecta de decir las cosas, en la exquisita y significativa intensidad de sus finales. He aquí, por ejemplo, las últimas líneas de «Un artista del hambre», la historia de un artista circense cuyo número consiste en ayunos de cuarenta días, durante los cuales permanece solo, encerrado en una jaula. Poco a poco el arte de ayunar va pasando de moda; olvidado, el artista del hambre muere tras los barrotes de su jaula sin que nadie se dé cuenta:

«¡Bien, hay que limpiar toda esta porquería”, exclamó el encargado, y enterraron al artista del hambre junto con la paja. Encerraron entonces en la jaula a una joven pantera. Fue un evidente alivio para todos, incluidos los más estólidos, ver al salvaje animal dando vueltas por aquella jaula que había estado tanto tiempo triste y carente de vida. Nada le faltaba[ ... ] ni siquiera parecía añorar la libertad; daba la sensación de que aquel noble cuerpo, tan bien provisto de todo lo que necesitaba que se diría que estaba a punto de reventar, llevaba consigo su libertad allá donde fuera: en los dientes, al parecer; y la profunda alegría que daba a la pantera sentirse viva hacía tan intenso el olor de su aliento, que los espectadores situados más cerca de ella casi no podían tenerse en pie a causa del mareo. Sin embargo, haciendo un esfuerzo deliberado, se agolparon alrededor de la jaula y, una vez allí, ya no se movieron.”


Plegarias atendidas


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 299

Esta larga novela «acerca de los riquísimos» iba a ser la obra maestra de Capote, o, por lo menos, eso aseguraba. Este libro, que recicla, magnificándolo, el pasado de su autor, incorpora veinte años de cartas y diarios tremendamente íntimos y pregona a los cuatro vientos las soñolientas confidencias de sensibleras anfitrionas de la alta sociedad y de millonarios  chismosos, iba a ser un tour de force despiadadamente escandaloso, a pesar de lo cual emularía la soberbia arquitectura de Proust. O, al menos, eso aseguraba Capote.

Los riquísimos pensaban que Capote era su mascota, su perrillo faldero. Pero lo cierto es que era su malévolo cronista. Aquel hombre encantador y de voz suave que se tumbaba en una chaise-longue o se sentaba a los pies de la cama era, en realidad, un satírico inmisericorde que aguardaba que llegara su momento. “¿Qué esperaban?», comentó Capote. «Soy escritor.»

Pero ¿qué esperaba, exactamente, Capote? Cuando cuatro secciones de la novela aparecieron en Esquire, en 1975 y 1976, los riquísimos lo dejaron de lado. Y Capote, en vez de no darle importancia, en vez de seguir adelante como escritor, tuvo una crisis nerviosa y se hundió bajo el peso de toneladas de drogas y ríos de alcohol. Más adelante trató de sugerir que no lo había pasado tan mal, realmente, y de amenazar con vengarse. Lo cierto era que los riquísimos nunca le habían caído demasiado bien. Las secciones publicadas constituían meras advertencias: La novela crecía fuerte y lozana en su invernadero. No tenía miedo. «Esperen», dijo, «a leer el resto.»

Gore Vidal fue uno de los que no se creyeron que hubiera un «resto». He aquí lo que dijo en una entrevista en 1979: “Como esto es los Estados Unidos, si proclamas lo suficiente a los cuatro vientos que has escrito una obra inexistente, se convertirá en algo positivamente palpable. Sería estupendo que le concedieran el premio Nobel aduciendo la fuerza literaria de Plegarias atendidas, obra que, por descontado, no ha escrito. En Esquire se publicaron unos fragmentos inconexos de lo que hubiera debido ser una novela de chismorreos. El resto es silencio, y pleitos, [ ... ] y mucha palabrería en la televisión.”


NABOKOVIANA


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 226

El abuelo de nuestro biografiado fue ministro de Justicia con los zares Alejandro II y Alejandro III. Su hogar era culto, serio, ilustrado: «en la mesa se hablaba francés, en el cuarto de los niños, inglés, y en el resto de la mansión, ruso». El padre de Nabokov, un destacado liberal que formó parte del gobierno provisional tras la caída de los zares (y por el que Trotski sentía especial animadversión), era tan «europeo», que enviaba sus camisas a Londres para que se las lavaran y plancharan.

Tolstói acarició el cabello del niño Vladimir. Mandelstam dio conferencias en la escuela a la que asistía. Al llegar a la adolescencia, heredó una fortuna de un millón de rublos, lo que le aseguraba la independencia económica. Publicó algunos libros de poemas en ediciones privadas y se dedicó a cortejar a toda muchacha que se le ponía a tiro, lo que le dio cierta fama de conquistador en San Petersburgo. Algunos de sus amigos poetas mayores que él, alistados en los regimientos de húsares del ejército blanco, ya habían conocido una muerte prematura.

Los bolcheviques dispararon contra el barco en el que huyó de Crimea con su familia. Ninguno de sus miembros volvería a ver su patria. Los Nabokov aceptaron con resignación tener que dejar la opulencia de la Rusia prerrevolucionaria por las privaciones y la mezquindad del exilio. Vladimir pasó tres años, en los que no escasearon los romances, estudiando en el Trinity College de Cambridge (el estilo del señor Field muestra una desesperante inseguridad durante todo este capítulo), tras los cuales se trasladó a Berlín, la meca de los émigrés. Fue allí donde Nabokov padre fue asesinado, en el curso de una conferencia que daba un político de cuyas ideas discrepaba, pero al que trató de proteger de las balas de un anarquista.


LO


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 248

Es probable que muchos lectores piensen que la rigidez moral de El hechicero -comparada con la decadente complejiad de Lolita- tiene que ver con la ortodoxia rusa. Pertenece, sin duda, al período berlinés de Nabokov, y, de modo más específico, a la serie de obras llenas de grotesca crueldad que va de Rey, Dama, Valet a Desesperación. Bien, el caso es que constituye una pequeña obra de arte, que sorprende de veras por su implacable mordacidad. El traductor  merece un elogio muy especial. Es posible que, paradójicamente, la muerte de Nabokov haya liberado al que había sido su colaborador en tantas ocasiones, pues El hechicero no puede ser una obra más nabokoviana.

La evidente persistencia del tema de la obsesión por las nínfulas resulta sorprendente, pero sólo porque la trama argumental es sorprendente. No es más persistente que el interés de Nabokov por los dobles, los espejos, el ajedrez o la paranoia, e incluso es mucho menos persistente que su interés por el tema del artiste manqué, con el cual, no obstante, se relaciona de un modo importante. Lolita tiene una intención redentora. Como narrador, Humbert nos da algo con la intención de que lo miremos de un modo favorable: su diabólico libro. Y también nos da un completo estado de cuentas moral acerca de este sombrío tema. El delito es grave, y el precio que hay que pagar por él se especifica con todo detalle. Fue necesario el libro posterior y, paradójicamente, más «antiguo» para hacer el balance final de las cantidades involucradas. Al igual que en un hospital estadounidense, hay que responder de todas las fundas de almohada manchadas de lágrimas y de todos los pedazos de papel higiénico utilizados.


INCIPIT 1.462. LA GUERRA CONTRA EL CLICHE / MARTIN AMIS


Mientras planeaba en actitud autocomplaciente este volumen, siempre pensé que incluiría en él una breve sección llamada -digamos- «Literatura y Sociedad», en la cual recopilaría mis escritos relativos a esos temas (textos acerca de F. R. Leavis, Lionel Trilling y algunas figuras menores, como lan Robinson y Denis Donoghue). En cierta época, la frase «Literatura y  sociedad» estuvo tan presente en boca de todos que se hizo merecedora de una abreviación: Lit & Soc. Y la Lit & Soc, creía recordar, me había interesado durante muchos años. Pero al revisar los manuscritos acumulados sólo encontré un puñado de ensayos, escritos todos, ominosamente, a comienzos de los setenta (cuando yo estaba al principio de la veintena). Tras releerlos, jugueteé con la idea de titular esa pequeña sección «Literatura y Sociedad: el debate desaparecido». Luego decidí que más valía que mi debate desapareciera también. Aquellos textos me parecían vehementes, arrogantes y afectadamente aburridos. Y, lo que supongo que era lo más importante, sentía que la Lit & Soc y el ejercicio de la crítica literaria estaban muertos y acabados.

Esa época me parece ahora tan remota, que la encuentro irreconocible. Tenía un empleo fijo en el Times Literary Supplement. Por aquel entonces ya empezaba a manifestar cierta  discrepancia respecto del ejercicio de la crítica literaria y el concepto Lit & Soc cuando asistía a las reuniones del consejo de redacción


INCIPIT 1.461. SINCERAMENTE TUYO, SHURIK / L. ULITSKAYA


El padre del niño, Aleksandr Siguizmúndovich Levandovski -un hombre de aspecto demoníaco, un tanto deteriorado, de nariz aguileña y rizos tupidos que, resignado, había dejado de teñirse después de los cincuenta años-, prometía desde temprana edad llegar a ser un genio de la música. Desde que cumpliera los ocho años, daba conciertos y recitales, como un joven Mozart, pero hacia los dieciséis todo se detuvo, como si la estrella de su éxito se hubiera apagado en algún lugar del firmamento. Algunos jóvenes pianistas, dotados de habilidades decentes pero mediocres) comenzaron a aventajarle y, tras finalizar sus estudios en el conservatorio de Kiev con matrícula de honor, se convirtió poco a poco en acompañante. Podía decirse que era un acompañante sensible, riguroso, único. Actuaba con violinistas y violonchelistas de primera categoría, que incluso se lo disputaban un poco. Pero su papel siempre era secundario. En el mejor de los casos figuraba en el cartel como «al piano» y, en el peor, con dos letras: «ac». En ese «ac» residía la infelicidad de su vida, una daga siempre clavada en el hígado. Los antiguos consideraban que el hígado es el órgano que más se resiente por la envidia. Por supuesto, nadie cree en esas tonterías heredadas de Hipócrates, pero, en efecto, el hígado de Aleksandr Siguizmúndovich padecía crisis continuadas.


Hannibal, de Thomas Harris


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 211

Hannibal, de Thomas Harris

Mason Verger, el «malo» de Hannibal, de Thomas Harris, es un ser de inconcebible vesania. Su pasatiempo favorito consiste en dirigirse a cualquiera de los «niños afroamericanos” - huérfanos, a ser posible- que tiene a su alrededor y decirle cosas horribles: tu madre de acogida no te quiere a causa del color de tu piel; tu gatito tendrá un accidente y morirá. Cuando el crío se echa a llorar, una enfermera le limpia las lágrimas con una gasa «y luego la escurre en la copa del martini de Mason, que está en la nevera de la sala de juegos, junto a la naranjada y los demás refrescos». ¡Qué tío más malo! ¡Y qué martini más malo! Pero Mason Verger encuentra las lágrimas de huérfano afroamericano tan dulces y embriagadoras como el mejor Tanqueray. Así de increíblemente malvado es ese tío.

Y así acaba la página 66. Y todavía quedan otras cuatrocientas veinte. Admirador de Harris desde hace mucho tiempo, al final acabé el libro, no sin muchos cansinos bostezos, muchas incoercibles caídas de la cabeza sobre el pecho y mucho ahuecar los brazos para que se me ventilaran los sobacos. Al evaluar una novela como Hannibal, -que muestra gran interés por los cerdos (gorrinos comedores de hombres, criados para desarrollar su lado más salvaje), parece adecuado proclamar a los cuatro vientos que es, sin disputa, una cerdada con todas las de la ley: gruñe, resopla y hoza, y tiene cuatro perniles con sus correspondientes pies y una rizada colita.


Andy Warhol


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p.67

Casi todas las mañanas Andy Warhol llamaba por teléfono a su ex secretaria, Pat Hackett, y le explicaba, deshilvanadamente, lo que había hecho el día anterior. Ella, según explica, tomó «notas extensas» y las mecanografió «mientras los ecos de la voz de Andy seguían frescos en ¡ni mente». Así que es eso lo que reseñamos aquí: ochocientas páginas -medio millón de palabras de ecos de la voz de Andy.

Pero la cosa resulta efectiva, hasta cierto punto. “Peter Boyle y su nueva, creo, esposa estaban allí.» «La princesa Marina de, supongo, Grecia vino a comer.» «Nell se desnudó, más o menos.» «Raymond [ está] allí posando para David Hockney. Raymond coge el avión para ir a posar.» La edición de la señora Hackett da la sensación de ser afectuosa y escrupulosa, y acierta al no tratar de proteger a Andy. Al cabo de un rato, uno comienza a confiar en esa voz, la de Andy, aquel murmullo vacilante, aquel cascado farfullar. La fuente de inspiración de los Diarios es lo trivial; y es que en la vida cotidiana de esta humanidad cada vez más longeva los que son alguien y los don nadie acaban confundiéndose.

Por otra parte, en el libro cabe todo el mundo; o, al menos, todos aquellos que son alguien. «Fuimos a Studio 54, y allí estaban todos.» «A veces vas a sitios en los que no hay nadie importante.» «Todos eran alguien [ ... ] todo el mundo vino después de los premios. Faye Dunaway y Raquel Welch y todos los demás.» Pero ¿quiénes son todos? O ¿quiénes son todos los demás? Pues Loulou de la Falaise y Monique Van Vooren [...] Andy también iba a todas partes, tanto si se trataba de lugares importantes como si no. Fue a la inauguración de una escalera mecánica en Bergdorf Goodman, a Regine's para el  cumpleaños de Julio Iglesias, a la apertura de una tienda de helados en Palm Beach, a Tavern on the Green para un «rollo» ( término que utiliza mucho) en el que anunciaría que Don King iba a ser el nuevo manager de The Jacksons, al Waldorf Astoria para la fiesta de la muñeca Barbie, a un lugar innominado para ser jurado en un concurso de imitadoras de Madonna y otro lugar innominado para serlo en un concurso de senos desnudos.


TRANS


La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 39

The Iron Lady, de Hugo Young

Mitterrand pensaba de ella que tenía los ojos de Calígula y la boca de Marilyn Monroe. «En su presencia», dijo Zbigniew Brzezinski, «uno olvida rápidamente que es mujer. No me da la impresión de ser realmente femenina.» En 1979 Tass la llamó la Dama de Hierro; pero ya en 1984 Yasser Arafat la había calificado de «Hombre de Hierro». Cuando un entrevistador le dijo a Gloria Steinem que los ingleses nunca creyeron que tendrían como primer ministro a una mujer, le respondió: “y no la tienen.» Así que, mientras la hija del tendero anda por el Kremlin y la Casa Blanca, mientras traumatiza a Helmut Schmidt en Luxemburgo o impresiona a Lech Walesa en los astilleros de Gdansk, los que la observan parecen compartir un mismo temor: que un buen día la señora Thatcher se encamine hacia el servicio equivocado. Cauto, como siempre, Ronald Reagan se refirió a ella como «una de mis personas favoritas». Y después la propia interesada buscó una especie de impersonalidad en el nos de la realeza.

La señora Thatcher es la única cosa interesante de la política británica; y lo único interesante de la señora Thatcher es que no es hombre. Habiendo conseguido los mismos logros, poseedor del mismo estilo y la misma «visión», un Marvyn Thatcher o un Marmaduke Thatcher sería tan aburrido como la lluvia, tan aburrido como el tráfico de Londres, tan aburrido como la prosperidad fosforescente, o más bien la vulgaridad de boutique de la Inglaterra de Teacher.


K.


La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 383

La edición de The Complete Short Stories, publicada por Penguin, se inicia, ingeniosamente, con «Dos parábolas a modo de introducción”, ambas de una extensión que apenas supera una página. En la primera, «Ante la Ley», un campesino se acerca a las puertas de la Ley y le pide al formidable portero que le deje entrar. «Ahora no es posible, es la respuesta que reciben sus reiteradas peticiones. Si cruzara la puerta, tendría que enfrentarse a otros porteros, cada uno de ellos más formidable que el anterior. «El tercero es tan terrible”, le dice el primero, «que incluso yo tengo miedo de mirarlo a los ojos.» El campesino se sienta y espera. Pasan los meses. Pasan los años. A punto de morir de viejo, el campesino le pregunta al portero, con su último aliento, cómo es que nadie más se ha presentado ante las puertas de la Ley a pedir que le dejaran entrar. El portero grita a la oreja del moribundo: «Nadie más podía entrar por estas puertas, pues fueron construidas exclusivamente para ti. Ahora voy a cerrarlas.»

En la segunda parábola, «Un mensaje imperial», un emperador a punto de morir te envía un mensaje, «a ti, el más humilde de sus súbditos, esa sombra insignificante que tiembla en la más remota lejanía ante el sol imperial». El mensaje es tan importante, que el emperador ha hecho que se lo repitan al oído, con un susurro, mientras yace en su lecho de muerte. El mensajero, «un hombre fuerte, infatigable», emprende inmediatamente el viaje, para lo cual tiene que cruzar primero las antesalas, abarrotadas de gente. Pero la multitud no para de aumentar y las cámaras parecen inacabables; pasará toda una vida antes de que consiga salir de las habitaciones más retiradas del palacio. «Y si al final alcanzara el portalón exterior -cosa que nunca, nunca, ocurrirá-, encontraría ante sí la capital imperial, el centro del mundo, congestionada hasta reventar...» Así que nunca recibirás ese mensaje. «Pero siéntate junto a la ventana al atardecer y suéñalo para ti.»


MARTIN AMIS


La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 12

Acaso lo más fantástico de aquel momento cultural haya sido la impresión de que la cultura artística era la triunfadora.

Los historiadores literarios llaman a esa época la Era de la Crítica. Se considera que se inició en 1948, con la publicación de Notas para una definición de la cultura, de Eliot, y La gran tradición, de Leavis. ¿Qué acabó con ella? La respuesta más concisa podría consistir en una sencilla palabra de cuatro letras: OPEP. En los años sesenta se podía pasar con diez chelines a la semana: durmiendo en suelos ajenos y viviendo a costa de los amigos y perorando -sobre crítica literaria, por ejemplo- para que te pagaran la cena. Pero, de repente, un simple billete de autobús pasó a costar diez chelines. El alza de los precios del petróleo, seguida por la inflación y luego por la estanflación (estancamiento económico acompañado de inflación), mostró que la crítica literaria era una de las muchas fruslerías de la clase ociosa sin las cuales nos las tendríamos que arreglar. Bueno, ése era el sentir general. Pero ahora resulta claro que la crítica literaria ya estaba condenada. Explícitamente o no, se había basado en una estructura de niveles y jerarquías; tenía que ver con la élite del talento. Y esa estructura se desmoronó en cuanto las fuerzas de la democratización convergieron y arremetieron contra ella.

Esas fuerzas -sin comparación las más potentes en nuestra cultura- prosiguieron su arremetida. Y ahora han chocado contra una barrera natural. Algunas ciudadelas, es cierto, han resultado expugnables. Se puede conseguir la riqueza aun careciendo de talento (gracias a la lotería, por ejemplo). Y también la fama (humillándose en algún programa de televisión, por ejemplo; claro que esto siempre será mejor que el antiguo método consistente en asesinar a los personajes famosos para heredar su aura). Pero el talento no es algo que se pueda adquirir: hay que tenerlo. Por lo tanto, debe ser eliminado.


Buchenwald


Destino y memoria:cien años de  J. Semprún, p. 330

El narrador, y no hay duda de que este remite a Semprún en el ciclo dedicado a Buchenwald, había declarado en sus primeros libros, y con una cierta imprudencia, haber sido feliz allí, al  conseguir para sí mismo una atmósfera de altísimo nivel intelectual: recitaba «La fileuse» de Paul Valéry en el edificio de las letrinas, mientras otro compañero le respondía con versos de Baudelaire; declamaba, también en compañía, y a voz en grito, el lied de Lorelei, en alemán, entre el ruido ensordecedor de decenas de pares de zuecos, exhaustos, yendo a sus barracones. En el Lager, Semprún no solo leyó la Lógica de Hegel, La voluntad de poder de Nietzsche y un ensayo de Schelling sobre la libertad, sino que descubrió la poesía de René Char, pudo hablar de san Agustín, leyó a William Faullmer y mantuvo un tenso cruce de espadas intelectual con un teniente americano de origen alemán, el teniente Rosenfeld, que no solo conocía las Nouvelles conversations de Goethe avec Eckermann, de Léon Blum, sino que era un experto en Heidegger, en Goethe y en Bertolt Brecht. Con dicho teniente  Rosenfeld, el preso 44. 904 se pasearía asimismo por Weimar, una vez liberado el campo por parte de las tropas estadounidenses. Ambos hombres visitarían las dos casas de Goethe: la casa-museo del Frauenplan, en el centro, y la más modesta del Gartenhaus, donde el escritor vivía felizmente con Christiane Vulpius, resguardado de la estricta etiqueta cortesana.


INCIPIT 1.460. LOS ALEMANES / SERGIO DEL MOLINO


l. Fede

Iré a ver a papá, le dije. Claro que iré. Ya había decidido ir antes de que me clavase el codo con la mirada, y mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone cara de adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán cosas de hermanos.

Cuando bajé del taxi y me encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó los brazos. Rígida, ni adelantó una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni siquiera respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los que manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de papá?, me dijo, como si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si hubiese urdido una trama de trenes retrasados y vuelos cancelados.

-¿No has traído maleta? Pensé que te quedabas unos días, hasta la despedida, al menos -dijo, mirando la mochila que llevaba a la espalda, una mochila pequeña donde sólo cabían dos camisas y una muda.

-No quería facturar, ya me apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días, claro que me quedo unos días.

-Bien, porque habrá que decidir qué hacemos con los papeles de Gabi y hay que firmar un montón de cosas. Eso, decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio, antes de que me vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada que ver con la vuestra.


INCIPIT 1.459. TESIS SOBRE UNA DOMESTICACION / CAMILA SOSA VILLADA


Prólogo

Humanas y divinas

Qué injusto es generalizar, pero qué complicadas son las actrices. Así, directamente, en femenino del plural. No es menos cierto que también son vulnerables, desde ese lugar que te otorga la sobreexposición y el vivir en un continuo exorcismo de entrar y salir de distintos personajes. Hay incluso algunas que llegan a creérselos, devoradas por su ficción, en una batalla en la que la realidad y el engaño acaban dándose la mano.

Camila es consciente de todo ello y sabe que el alma de una actriz vale por dos, a veces incluso por tres. Y el alma de una travestí también. Conviven en un baile de incoherencias, debilidades y virtudes, que por un momento las hace más humanas que al resto de los mortales. Ella lo sabe. O lo ha vivido. No renuncia a plasmar la fragilidad de esa actriz a la que libremente pones cara, pero tampoco rehúye demostrar sus miserias, esas mismas que la bajan de un escenario para convertirla en hermana, amiga o madre.


FAULKNER


Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 312

Absalón! novela también estaba en la biblioteca de Buchenwald ... La leyó usted en alemán. 

-Eso es -digo-, ya sabe usted lo mucho que me gusta Faulkner. Sartoris es una de las novelas que más me han marcado. Pero iAbsalón, Absalón! lleva al extremo, de forma obsesiva, la complejidad del relato faulkneriano, siempre construido hacia atrás, hacia el pasado, en una espiral vertiginosa. La memoria es lo que cuenta, lo que gobierna la acción profusa del relato, lo que lo hace avanzar. .. Recuerda usted sin duda nuestras conversaciones de hace dos años ... Hemingway construye la eternidad del instante presente a través de un relato casi cinematográfico ... Faulkner, por su parte, persigue interminablemente la reconstrucción aleatoria del pasado: de su densidad, de su opacidad, de su ambigüedad fundamentales ... Mi problema, que no es técnico sino moral, es que no consigo, por medio de la escritura, penetrar en el presente del campo, narrarlo en presente ... Como si existiera una prohibición de la figuración en presente ... De este modo, en todos mis borradores la cosa empieza antes, o después, o alrededor, pero nunca empieza dentro del campo. Y cuando por fin he conseguido llegar al interior, cuando estoy dentro, la escritura se bloquea ... Me alcanza la angustia, vuelvo a sumirme en el vacío, abandono ... Para volver a empezar de otro modo, en otro lugar, de forma distinta ... Y el mismo proceso vuelve a repetirse ...


SANCHEZ DRAGO


Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 160

Por su parte, en España, el trabajo de la policía continuaba sin tregua. De ahí que, aún dando palos de ciego, el celo vigilante diera inesperados 'resultados positivos para sus intereses. En esta ocasión, además, no hubo necesidad de aplicar la tortura. El seguimiento policial a Fernando Sánchez Dragó, de regreso en Madrid desde Italia a comienzos del verano de 1963 con materiales sospechosos, dio lugar a su detención y a la de otros siete, sus contactos de esos días. En la comisaría, cuando fue interrogado, la policía refirió que el detenido, «al margen de las diligencias que le eran instruidas», declaró que  había sabido que el ganador del Premio Formentor de ese año, Jorge Semprún Maura, cuya foto acababa de ver en una revista en Italia, había sido su instructor en el partido comunista, donde usaba nombres como Federico Artigas. La policía concluye en su informe que, a partir de ese momento, quedó establecida la personalidad de Agustín-Federico (algunos de los nombres por los que lo habría conocido Sánchez Dragó en sus años de militancia comunista) y Jorge Semprún, lo que «acreditó de tal suerte su extraordinario rango de agitador al servicio del comunismo». Por fortuna, el denunciado se encontraba en París a buen recaudo, pero en los meses siguientes advertiría con extrañeza que agentes de la policía española desplazados a la capital francesa, como hacían con frecuencia, ahora vigilaban sus movimientos como nunca antes lo habían hecho. Así lo comunicaría en sus reuniones de la dirección del partido.


Huelga Nacional Pacífica (o Patriótica)

Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 142

El PCE empezó a sondear a fuerzas minoritarias de derecha e izquierda para atraerlos a su propuesta fetiche, la Huelga Nacional Pacífica (o Patriótica), la HNP, para el 18 de junio de 1959, de la que de nuevo Santiago Carrillo era su valedor principal. Tan repentina como arriesgada apuesta causó sorpresa indisimulada en algunos miembros de la dirección del partido corno la misma secretaria general, preventivamente dejada al margen de la decisión.

De nuevo la movilización de recursos materiales y humanos fue extraordinaria, corno lo sería también la de la policía en alerta, con una vigilancia paralizante. Los dirigentes en Madrid, reforzados de nuevo con enviados desde París, se preparaban para el asalto final, con lemas parecidos a los de la anterior «jornada", aunque en esta ocasión, en su fuero interno no las tuvieran todas consigo, caso de Pradera, quizá de Federico Sánchez y de Muñoz Suay (según sus recuerdos de aquellos días previos al día señalado). Cuando finalmente sonó el día H, la respuesta popular apenas se oyó. El fracaso de la huelga era indudable para cualquiera de los testigos. Se produjeron detenciones muy graves, corno la de Simón Sánchez Montero el día anterior a la convocatoria y las de muchos militantes de los grupos que siguieron al PCE, decepcionados por el escaso respeto político que les habían mostrado los comunistas en la preparación y a lo largo de la jornada.

Las detenciones no alteraron los hábitos de Semprún. Siguió viviendo en su mismo domicilio, adoptando las precauciones de rigor pero confiado en que sus camaradas detenidos resistirían  las torturas policiales que con seguridad les serían  inflingidas.


La extracción de la piedra de la locura


La piedra de la locura, B.Labatut, p. 9

Durante el verano de 1926, el escritor Howard Phillips Lovecraft percibió la sombra de un nuevo tipo de horror.  

Aunque apenas fue capaz de hallar las palabras para describirlo, pudo cristalizar algunas de sus visiones en un cuento que tituló «La llamada de Cthulhu», una historia que alerta a nuestra especie sobre el regreso de un antiguo terror y el peligro de traspasar nuestros límites, al mostrarnos lo que puede estar allí, dormido, esperándonos. «Creo que el hecho más misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos», escribió Lovecraft. «Vivimos en una isla de plácida ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos destina dos a viajar muy lejos. Las ciencias,cada una avanzando en su propia dirección, nos han perjudicado poco hasta el momento; pero algún día la suma de todo ese saber disgregado abrirá una perspectiva tan aterradora sobre la realidad, y sobre el espantoso lugar que ocuparnos en ella, que nos volveremos locos producto de esa revelación, o huiremos de la luz hacia la paz y la seguridad de una nueva edad oscura. » En el cuento, un hombre va tras los pasos de una secta que intenta despertar a un dios antediluviano sumido en un sueño eterno. Durante su búsqueda, el protagonista se topa con reportajes y noticias sobre extraños brotes de histeria colectiva, pánico, locura grupal y arrebatos de manía, todos relacionados con tres pequeñas estatuas de un ídolo cuya forma, completamente antinatural, parecía estar dotada de una malignidad intrínseca. Una de esas efigies fue modelada en arcilla por un escultor de Rhode Island, quien vio la silueta del ídolo durante una pesadilla particularmente vívida; otra fue confiscada por un policía que participó en una redada durante la celebración de un rito vudú en los pantanos de Nueva Orleans, mientras que la tercera cayó en manos de un marinero noruego, quien la encontró en los farellones de una isla ciclópea que surgió de golpe en medio de las olas del Pacífico Sur, una tierra maldita cuyos colosales paisajes violentaban las leyes de la perspectiva, creando un entorno tan anómalo que uno de los compañeros de barco del noruego perdió la cabeza luego de contemplar algo demasiado horroroso corno para poder ser comprendido: un ser descomunal e incrustado de tantas capas de tiempo que hacía que no solo la humanidad sino el mundo entero pareciera joven y fugaz en comparación.


INCIPIT 1.458. DESTINO Y MEMORIA: CIEN AÑOS DE JORGE SEMPRUN


... nunca tuve el deseo de volver a Weimar-Buchenwald. Por eso le dije a Peter Merseburger que no contara conmigo para su programa de televisión. Me negué sin pensarlo siquiera, inmediatamente.

Pero aquella noche volví a soñar con Buchenwald. No fue el sueño habitual, pesadilla más bien, que tantas veces me había despertado durante los largos años de la memoria. No volví a oír, como solía, en el circuito interno de los altavoces, la voz nocturna, áspera, irritada, del Sturmführer de guardia en la torre de control. Aquella voz que, en las noches de alerta, cuando las escuadrillas de bombarderos aliados se adentraban en el corazón helado de Alemania, mandaba que se apagara el crematorio para que las altas llamas cobrizas no permitieran que los pilotos anglo-americanos se orientaran. Krematorium, ausmachenl, decía aquella voz. Entré en el sueño de Buchenwald, aquella noche, tembloroso, como siempre, angustiado, como siempre. Pero no fue el sueño habitual. No fue un sueño angustioso, finalmente. No oí la voz del suboficial de guardia, mandando que se apagara el crematorio.


INCIPIT 1.457. LA PIEDRA DE LA LOCURA / BENJAMIN LABATUT


La extracción de la piedra de la locura

Durante el verano de 1926, el escritor Howard Phillips Lovecraft percibió la sombra de un nuevo tipo de horror. Aunque apenas fue capaz de hallar las palabras para describirlo, pudo cristalizar algunas de sus visiones en un cuento que tituló «La llamada de Cthulhu», una historia que alerta a nuestra especie sobre el regreso de un antiguo terror y el peligro de traspasar nuestros límites, al mostrarnos lo que puede estar allí, dormido, esperándonos. «Creo que el hecho más misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos», escribió Lovecraft. «Vivimos en una isla de plácida ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos destinados a viajar muy lejos.


CHILE


La piedra de la locura, Benjamin Labatut, p. 23

Yo sentí esto con particular intensidad en Chile, el país donde vivo: aquí, luego de los años de pesadilla de la dictadura de Pinochet, todos nos sumamos a la fila, bajamos la cabeza y seguimos las reglas. No había más que un camino por donde avanzar, y prácticamente nadie se atrevió a cuestionar lo que estaba pasando a medida que una forma de capitalismo neoliberal especialmente perversa empezaba a adueñarse de nuestra nueva democracia, enredando todas las hebras de nuestro tejido social alrededor de sus garras. Casi todos nos quedamos callados, porque casi todos sentíamos miedo. Miedo al cambio, miedo a volver a la bestialidad, miedo a que regresaran los hombres armados en medio de la noche, miedo a que abrieran nuestras puertas a patadas y nos arrastraran a las cámaras de tortura que los servicios secretos habían dejado esparcidas a lo largo del país, al interior de casas que, si uno las viera de reojo, juraría a pies juntillas que eran hogares comunes y corrientes, sin saber que en su interior habían ocurrido escenas infernales que ni siquiera Lovecraft podría haber imaginado. Jóvenes y ancianos, mujeres embarazadas, niños y niñas pequeñas: la electricidad fluyó a través de todos, mientras que perros y ratas fueron entrenados para hacer cosas indescriptibles. Sin embargo, los militares no volvieron. Pinochet finalmente murió, y entramos en un largo periodo de calma y normalidad.


La vida es bella


V13, Emmanuel Carrère, p. 235

Farid Kharkhach es el más extraño de los acusados secundarios. Es el intermediario que proporcionó a la célula documentos de identidad falsos. Como en su expediente no hay ningún rastro de radicalización, la fiscalía ha dicho que pactó por codicia con el yihadismo. Esa codicia le reportó los 300 euros por los cuales está en prisión desde hace seis años, y no está nada seguro de que lo liberen. A lo largo de todo el juicio ha sorprendido su personalidad soñadora, su verborrea súbita, su soledad (no conoce a ninguno de los otros acusados) o la increíble y casi burlesca sucesión de chascos y de mala suerte que han merecido que mi compañera de equipo Violette Lazard lo haya apodado Parid el Cenizo. Marie Lefrancq, una de sus abogadas, lo describe como un padre de familia afectuoso que no se ha atrevido a explicar a sus hijos pequeños por qué no estaba en casa desde hacía seis años. Al principio les dijo que estaba enfermo y que recibía tratamiento en Francia. Y después, cuando los niños fueron a visitarlo a la cárcel, dijo que se había hecho carcelero. No me lo invento. Aunque no la haya presenciado, Marie Lefrancq garantiza la autenticidad de la escena: Parid Kharkhach recibe a sus hijos en el locutorio y les asegura que no está detenido, sino que es un celador. No sé cómo es eso realmente posible, pero me he acordado de otra película, La vida es bella, en la que Roberto Benigni hace creer a su hijito que los campos de concentración nazis son un juego divertido de la caza del tesoro, y he pensado que, si Kharkhach no sale muy mal parado, podrá decirse sin remordimientos que su historia tan triste es un tema increíble de comedia.


DEFENSA


V13 Emmanuel Carrère, p. 225

Pero también lo acusan de haber acompañado a Abdeslam cuando iba a alquilar coches, lo cual puede tipificarse como ATM, «asociación terrorista de malhechores»: veinte años. Toda la  estrategia de sus abogados, que van desplegando desde el principio del juicio como quien avanza sus piezas en el ajedrez, va a consistir en que supriman la T: asociación de malhechores a secas. No voy a adelantar las alegaciones que formularan Negar y Nogueras el 14 de junio: solo me limito a transcribir lo que me respondió Nogueras, ante un vaso de vino blanco, cuando le planteé en Les Deux Palais la eterna cuestión del límite: ¿existe un límite? ¿Causas que te negarías a defender? «Si me preguntas eso, quiere decir que no has comprendido qué es ser abogado. Yo no defiendo ninguna causa, pero no rechazo a ningún acusado. Vergès, en cambio, defendía causas. No solo defendía a Poi Pot o a Carlos, sino también lo que habían hecho. Estaba de acuerdo con ellos. Nosotros, por poner el ejemplo de los delitos peor vistos, evidentemente no defendemos la pedofilia o el terrorismo, pero estamos dispuestos a defender a un pedófilo o a un terrorista. Hay que defenderlos, es la ley. Claro que a veces me cuesta, por supuesto, es más fácil defender a un atracador con el que yo podría ir a tomar unas copas cuando salga que a un tío que se excita viendo vídeos de decapitaciones, pero es esencial distinguir en re la persona y el acto. Ser abogado es eso: hacer todo lo posible para  que al acusado se le juzgue con arreglo al derecho y no según las pasiones. Y luego, cuando todo el mundo le haya dado la espalda, ser el último en tender la mano de nuevo.»


INCIPIT 1.456. ESTARE SOLA Y SIN FIESTA / SARA BARQUINERO


El organismo vivo más grande del mundo es un hongo de ochocientas noventa hectáreas. Vive en un bosque de Oregón, Estados Unidos. Empezó siendo una única espora, apenas del tamaño de una bacteria. Invisible. Después, lo conquistó todo. Infectó suelo y árboles con sus filamentos, hizo de sus vidas un hogar. Casi letal: una fuerza que primero invade y arrebata y luego consuela y ayuda.

En el año 2000 científicos estadounidenses descubrieron que se trataba de un único espécimen. Árboles perennes milenarios morían en distintas partes del bosque a kilómetros de distancia, sin motivo. Una civilización más antigua podría haber pensado que se trataba de la obra de un dios, justo o cruel, que exigía la muerte de un árbol como sacrificio o necesidad. Tal vez solo por capricho. Los americanos buscaron una causa común, y allí estaba: el mismo ADN, firmándolo todo. Una repetición perpetua de la misma enfermedad, que hacía del bosque un cuerpo único, perfecto.

Por su tamaño, dice la revista, debe llevar unos dos mil quinientos años sobre la Tierra. A pesar de esto, nadie nunca se ha preocupado de darle un nombre propio, como sí lo tienen otros  fenómenos más fugaces pero agresivos. Tifones, huracanes. Solo tiene el de especie: Armillaria ostoyae.


INCIPIT 1.455. ¿HACIA DONDE VAMOS? / ANGEL VIÑAS


¿Qué es España y hacia dónde va?

España es para mí una cultura y, por consiguiente, una forma de entender la vida. Lo que la hace única es su historia: desde la romanización hasta la actualidad. Y lo más importante de esa historia son dos fenómenos: fue uno de los primeros imperios occidentales de la Edad Moderna y también el primero en perderlo. En general, no tuvo buenos reyes y, salvo uno, todos fueron abominables en la Casa de Borbón desde antes de la Revolución francesa.  Previamente, había participado en las guerras de religión como abanderada de la Iglesia católica, persiguió a los protestantes y fue bastante reacia a aceptar los frutos de la Ilustración. Se opuso a la Revolución francesa, combatió a Napoleón y quedó relativamente apartada de los grandes fenómenos históricos del siglo XIX: revoluciones burguesas, industrialización y desarrollo económico y del movimiento obrero subsiguiente. No consiguió formar un Estado con la fortaleza de los adversarios seculares: Francia y Gran Bretaña.

¿Se hizo débil?

Tampoco participó en las guerras europeas del XIX ni en la primera guerra mundial. Sus élites miraron siempre hacia Francia y/o Gran Bretaña, pero solo superficialmente y en busca de asideros, en el pensamiento liberal y también en el conservador. Su aportación a las  transformaciones siderales de entre 1812 y 1930 fue débil. También al pensamiento filosófico y epistemológico moderno.


BATACLAN


V13, Emmanuel Carrère, p. 214

Entre otros, pienso en aquel joven que por entonces tenía veintiún años y que salió indemne del Bataclan. Durante tres años, disociación total. Ningún recuerdo. Pero sí un malestar, la sensación de que la gente lo mira raro. Ideas negras pero confusas. Pesadillas sin imágenes. Siluetas indistintas, en la periferia del campo de visión. Resaca permanente que combate con alcohol. Sensación de haber hecho algo malo, pero ¿qué? Se le escapa. Al cabo de tres años, se somete a una EMDR (terapia de desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares), que ahora sirve para todo, pero que se inventó para el estrés postraumático. Todo vuelve, de pronto. Sabe que actuó mal. Para alcanzar la salida, empujó, aplastó, pisoteó. Se convirtió en una máquina de supervivencia totalmente indiferente a todo lo demás. Si ese hubiera sido el precio por sobrevivir, habría utilizado como escudos a sus seres más queridos. Ahora vive, sí, pero una vida arruinada. Otros han sido héroes, él no. Incesantemente se ve empujando, aplastando, pisoteando. Esta película se desarrollará constantemente en su cabeza hasta el día de su muerte. Está avergonzado. Por eso ha venido. Para pedir perdón a los que pisoteó. Si alguno de ellos está presente y lo escucha, al menos ya es algo. Está bien. Solloza. Se va. Y o también me voy: por hoy ya tengo bastante. Al día siguiente, una amiga abogada me dice que me he perdido algo; es una norma de la crónica judicial: siempre te pierdes algo cuando te vas. Justo después del joven carcomido por la culpa, otro superviviente del Bataclan, visiblemente más distendido, ha empezado su testimonio diciendo que acababa de escuchar la declaración del joven y que quería decir lo siguiente: «A mí me pisoteó alguien y me rompió dos costillas. Solamente dos costillas rotas. Así que quizá fuiste tú el que me pisoteaste, quizá fue otro, no lo sabremos nunca, pero, si fuiste tú, quiero que sepas que no es nada grave, dos costillas rotas. Me salvé, estoy vivo, soy feliz, no te guardo rencor, hiciste lo que pudiste, todos hicimos lo mismo, espero que todavía estés en la sala para escuchar lo que digo». El joven ya no estaba, pero mi amiga abogada corrió al vestíbulo en su busca. Lo alcanzó en la escalera del juzgado. Si hicieran una película, terminaría con esta imagen.


La invasión de los ladrones de cuerpos


V13, Emmanuel Carrère, p. 135

Los que seguimos el juicio ya empleamos el término como si fuera algo que conociéramos de toda la vida. Algunos abogados abusan de la expresión. En vez de decir «mentira» dicen taqiyya, que es más fino. Sin embargo, la taqiyya no es exactamente lo mismo que la práctica totalmente habitual de que un acusado mienta al juez de instrucción. Históricamente, la taqiyya es el fingimiento que practica el creyente cuando no tiene la libertad de vivir su religión a la luz del día. Así lo hacían los musulmanes y los chiitas bajo los califas abasidas del siglo VIII, y los musulmanes y los judíos marranos en la España católica del siglo XV. Los yihadistas de hoy, que se mueven como submarinos en una sociedad a la que odian y que aspiran a destruir, han convertido este fingimiento en una segunda piel. Para engañar a los infieles hay que mezclarse con ellos, aparentar que son musulmanes amables, deseosos de  rezar sin molestar a nadie, en el respeto del pacto republicano. La taqiyya es un poderoso motor de paranoia que angustia las noches de jueces y policías antiterroristas: tener un aspecto inofensivo, o sinceramente arrepentido, ¿no constituye la prueba de que eres monstruosamente peligroso? Es como en la vieja película de ciencia ficción de los años cincuenta La invasión de los ladrones de cuerpos, donde extraterrestres maléficos toman posesión, uno tras otro, de los habitantes de una aldea pacífica. Nada permite distinguir a los verdaderos terrícolas, si aún quedan, de quienes los han reemplazado. Detrás del rostro  familiar de tu vecino puede esconderse un frío monstruo. En su versión rigorista, el islam prohíbe tomar alcohol, fumar, jugar en un casino, perseguir faldas, escuchar música. ¿Qué hará, para dar el pego, un yihadista que se apresta a actuar? Tomar alcohol, fumar, jugar en el casino, perseguir faldas, escuchar música, como los kamikazes del 11 de septiembre o, en  nuestro caso, como Salah Abdeslam.


MARCEL PROUST


Días de lectura, Marcel Proust, p. 132

Para mí, la memoria voluntaria, que es sobre todo una memoria de la inteligencia y de los ojos, sólo nos da del pasado aspectos sin veracidad, pero si un olor, un sabor recuperados en circunstancias muy diferentes, despiertan en nosotros a nuestro pesar el pasado, nos damos cuenta de hasta qué punto este pasado era diferente de lo que creíamos recordar, lo que dibujaba nuestra memoria voluntaria, como los malos pintores, con colores sin veracidad. En este primer volumen, el narrador, que habla en primera persona (y que no soy yo) recupera de repente años, jardines, seres olvidados en el sabor de un sorbo de té en el que ha mojado un trozo de magdalena; sin duda lo recordaba todo, pero sin color, sin encanto. He podido hacerle decir que, como en el juego japonés en el que sumergirnos tenues bolas de papel que, una vez dentro de la taza, se estiran, se retuercen se convierten en flores y personajes, todas las flores de su jardín y los nenúfares del Vivonne, y la buena gente del pueblo, y las casitas, la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo ello toma forma, se vuelve sólido y brota, con la ciudad y los jardines, de la taza de té.

Yo creo que el artista sólo debería pedir a los recuerdos involuntarios la materia prima de su obra. En primer lugar, precisamente porque son involuntarios, se forman solos, atraídos por una semejanza de -un instante, tienen un cuño de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas en una dosificación exacta de la memoria y del olvido. Finalmente, como nos hacen saborear la misma sensación en circunstancias muy diferentes, la liberan de toda contingencia, nos devuelven su esencia extratemporal, que es precisamente el contenido de la belleza del estilo, esa verdad universal y necesaria que sólo traduce precisamente la belleza del estilo.


Días de lectura


Días de lectura, Marcel Proust, p. 59

Tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos. Todo lo que al parecer los llenaba para los demás y que nosotros apartábamos como un obstáculo vulgar ante un placer divino: el juego para el cual venía a buscarnos un amigo en medio del pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos hacían levantar los ojos de la página o cambiar de sirio, la merienda que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos en el banco a nuestro lado, sin tocarla, mientras encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena para la cual teníamos que regresar y durante la cual sólo pensábamos en subir enseguida para terminar el capítulo interrumpido; todo eso, de lo cual la lectura habría debido impedirnos ver todo lo que no fuese la inoportunidad, la lectura al contrario lo grababa en nosotros como un recuerdo tan dulce (mucho más precioso para nosotros ahora que lo que entonces leíamos con amor) que, si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño, ya sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y caserones que han dejado de existir.


INCIPIT 1.454. UNA RED VIVA / DAVID EAGLEMAN


1. EL TEJIDO VIVO Y ELÉCTRICO

Imagine lo siguiente: en lugar de enviar un vehículo de exploración de doscientos kilos a Marte, mandamos al planeta una sola esfera que cabe en el extremo de una aguja. La esfera, utilizando energía de las fuentes que la rodean, se divide en un ejército diversificado de esferas parecidas. Las esferas se unen entre sí y de ellas comienzan a brotar diversos accesorios: ruedas, lentes, sensores de temperatura y un completo sistema de dirección interno. Se quedaría atónito al ver cómo se va formando ese sistema.

Sin embargo, solo hay que ir a cualquier guardería para encontrarnos con algo parecido. Allí podrá observar a niños pequeños que lloran y que comenzaron siendo apenas un solo óvulo microscópico fertilizado; ahora, en cambio, se están desarrollando para convertirse en seres humanos enormes, repletos de detectores de fotones, apéndices multiarticulados, sensores de presión, bombas de sangre y una maquinaria para metabolizar la energía de todo cuanto les rodea.

Y ni siquiera es esta la mejor parte de los humanos: hay algo mucho más sorprendente. Nuestra maquinaria no está completamente preprogramada, sino que descifra el mundo interactuando con él. Nos enfrentamos a tareas diversas y sabemos cómo abordarlas.


INCIPIT 1.453. TRES NOVELAS DE EPOCA / ALAN PAULS

 


A una edad en que los niños se desesperan por hablar, él puede pasarse horas escuchando. Tiene cuatro años, o eso le han dicho. Ante el estupor de sus abuelos y su madre, reunidos en el living de Ortega y Gasset, el departamento de tres ambientes del que su padre, por lo que él recuerde sin ninguna explicación, desaparece unos ocho meses atrás llevándose su olor a tabaco, su reloj de bolsillo y su colección de camisas con monograma de la camisería Castríllón, y al que ahora vuelve casi todos los sábados por la mañana, sin duda no con la puntualidad que desearía su madre, para apretar el botón del portero eléctrico y pedir, no importa quién lo atienda, con ese tono crispado que él más tarde aprende a reconocer como el sello de fábrica del estado en que queda su relación con las mujeres después de tener hijos con ellas, ¡que baje de una vez!, él cruza la sala a toda carrera, vestido con el patético traje de Superman que acaban de regalarle, y con los brazos extendidos hacia adelante, en una burda simulación de vuelo, pato entablillado, momia o sonámbulo, atraviesa y hace pedazos el vidrio de la puerta-ventana que da al balcón. Un segundo después vuelve en sí como de un desmayo. Se descubre de pie entre macetas, apenas un poco acalorado y temblando. Se mira las manos y ve como dibujados dos o tres hilitos de sangre que le recorren las palmas.


NABOKOV


Monstruos, Claire Dederer, p. 160

Mi yo preadolescente convirtió a Humbert Humbert y Vladimir Nabokov en una misma persona. Es posible, incluso probable, que el escritor, que entendía bien la física de la lectura, buscara esa confusión. Lolita está narrada como unas (ficticias) memorias: Humbert le habla directamente al lector. Al utilizar esa primera persona -la voz del narrador confesional- Humbert se convierte en el autor del libro. Nabokov está jugando con la fórmula «Humbert Humbert, c'est moi».

Lo que sabemos de la biografía de un creador afecta al modo en que vemos su obra, pero en este caso lo que sabemos de la obra afecta al modo en que nos acercamos a la biografía del autor. ¿Cuál es el diagrama de Venn de los deseos de Humbert y los de Nabokov?

Desde su temprana obra en ruso El hechicero y hasta su novela póstuma, El original de Laura, Nabokov nos habla de hombres que tienen relaciones sexuales con chicas muy jóvenes o que intentan tener relaciones sexuales con chicas muy jóvenes o que intentan (pero sin ponerle mucho empeño) no tener relaciones sexuales con chicas muy jóvenes. Pero no hay ninguna  prueba de que Nabokov albergara en su corazón deseos pedófilos. Nabokov, sin duda, hubiera sentido un enorme desprecio por cualquier intento de averiguar lo que había en su corazón. La idea misma de que el escritor tuviera un corazón cuesta un poco de imaginar. Esta lectora se pregunta si no tenía quizá novelas en lugar de corazón. En cualquier caso, Nabokov opinaba que, más que el enfoque biográfico de la vida de un creador, lo que importaba era el rastro que dejaba en la página: «La mejor parte de una biografía de escritor no es el registro de sus aventuras, sino la historia de su estilo».


SARTRE


Un bárbaro en París, Vargas Llosa, p. 193

En la exposición de la Biblioteca Nacional aparece un aspecto de la biografía de Sartre que nunca se ha aclarado del todo. ¿Fue de veras un resistente contra el ocupante nazi? Perteneció a una de las muchas organizaciones de intelectuales de la Resistencia, sí, pero es obvio que esta pertenencia fue mucho más teórica que práctica, pues bajo la ocupación anduvo muy atareado: fue profesor, reemplazando incluso en un liceo a un educador expulsado de su puesto por ser judío -el episodio ha sido objeto de virulentas discusiones en los últimos meses-, y escribió y publicó todos sus libros y estrenó sus obras, aprobadas por la censura alemana. A diferencia de resistentes como Camus o Malraux, que se jugaron la vida en los años de la guerra, no parece que Sartre arriesgara demasiado con su militancia. ¿Tal vez inconscientemente quiso borrar ese incómodo pasado con las posturas cada vez más extremistas que adoptó luego de la liberación? No es imposible. Uno de los temas recurrentes de su filosofía fue el de la mala conciencia, que, según él, condiciona la vida burguesa, induciendo constantemente a hombres y mujeres de esta clase social a hacer trampas, a disfrazar su verdadera personalidad bajo máscaras mentirosas. En el mejor de sus ensayos, San Genet, comediante y mártir, ilustró con penetrante agudeza este sistema psicológico-moral por el cual, según él, el burgués se esconde de sí mismo, se niega y reniega todo el tiempo, huyendo de esa conciencia sucia que lo acusa. Tal vez sea cierto, en su caso. Tal vez, el temible despotricador de los demócratas, el anarcocomunista contumaz, el «mao» incandescente, era sólo un desesperado burgués multiplicando las poses para que nadie recordara la apatía y prudencia que mostró frente a los nazis cuando las papas quemaban y el compromiso no era una prestidigitación retórica sino una elección de vida o muerte.


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