El padre del niño, Aleksandr Siguizmúndovich Levandovski -un hombre de aspecto demoníaco, un tanto deteriorado, de nariz aguileña y rizos tupidos que, resignado, había dejado de teñirse después de los cincuenta años-, prometía desde temprana edad llegar a ser un genio de la música. Desde que cumpliera los ocho años, daba conciertos y recitales, como un joven Mozart, pero hacia los dieciséis todo se detuvo, como si la estrella de su éxito se hubiera apagado en algún lugar del firmamento. Algunos jóvenes pianistas, dotados de habilidades decentes pero mediocres) comenzaron a aventajarle y, tras finalizar sus estudios en el conservatorio de Kiev con matrícula de honor, se convirtió poco a poco en acompañante. Podía decirse que era un acompañante sensible, riguroso, único. Actuaba con violinistas y violonchelistas de primera categoría, que incluso se lo disputaban un poco. Pero su papel siempre era secundario. En el mejor de los casos figuraba en el cartel como «al piano» y, en el peor, con dos letras: «ac». En ese «ac» residía la infelicidad de su vida, una daga siempre clavada en el hígado. Los antiguos consideraban que el hígado es el órgano que más se resiente por la envidia. Por supuesto, nadie cree en esas tonterías heredadas de Hipócrates, pero, en efecto, el hígado de Aleksandr Siguizmúndovich padecía crisis continuadas.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
INCIPIT 1.461. SINCERAMENTE TUYO, SHURIK / L. ULITSKAYA
El padre del niño, Aleksandr Siguizmúndovich Levandovski -un hombre de aspecto demoníaco, un tanto deteriorado, de nariz aguileña y rizos tupidos que, resignado, había dejado de teñirse después de los cincuenta años-, prometía desde temprana edad llegar a ser un genio de la música. Desde que cumpliera los ocho años, daba conciertos y recitales, como un joven Mozart, pero hacia los dieciséis todo se detuvo, como si la estrella de su éxito se hubiera apagado en algún lugar del firmamento. Algunos jóvenes pianistas, dotados de habilidades decentes pero mediocres) comenzaron a aventajarle y, tras finalizar sus estudios en el conservatorio de Kiev con matrícula de honor, se convirtió poco a poco en acompañante. Podía decirse que era un acompañante sensible, riguroso, único. Actuaba con violinistas y violonchelistas de primera categoría, que incluso se lo disputaban un poco. Pero su papel siempre era secundario. En el mejor de los casos figuraba en el cartel como «al piano» y, en el peor, con dos letras: «ac». En ese «ac» residía la infelicidad de su vida, una daga siempre clavada en el hígado. Los antiguos consideraban que el hígado es el órgano que más se resiente por la envidia. Por supuesto, nadie cree en esas tonterías heredadas de Hipócrates, pero, en efecto, el hígado de Aleksandr Siguizmúndovich padecía crisis continuadas.
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