La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 248
Es probable que muchos lectores
piensen que la rigidez moral de El
hechicero -comparada con la decadente complejiad de Lolita- tiene que ver con la ortodoxia rusa. Pertenece, sin duda,
al período berlinés de Nabokov, y, de modo más específico, a la serie de obras
llenas de grotesca crueldad que va de Rey,
Dama, Valet a Desesperación. Bien, el caso es que constituye una pequeña
obra de arte, que sorprende de veras por su implacable mordacidad. El traductor
merece un elogio muy especial. Es
posible que, paradójicamente, la muerte de Nabokov haya liberado al que había
sido su colaborador en tantas ocasiones, pues El hechicero no puede ser una
obra más nabokoviana.
La evidente persistencia del tema
de la obsesión por las nínfulas resulta sorprendente, pero sólo porque la trama
argumental es sorprendente. No es más persistente que el interés de Nabokov por
los dobles, los espejos, el ajedrez o la paranoia, e incluso es mucho menos
persistente que su interés por el tema del artiste
manqué, con el cual, no obstante, se relaciona de un modo importante.
Lolita tiene una intención redentora. Como narrador, Humbert nos da algo con la
intención de que lo miremos de un modo favorable: su diabólico libro. Y también
nos da un completo estado de cuentas moral acerca de este sombrío tema. El
delito es grave, y el precio que hay que pagar por él se especifica con todo
detalle. Fue necesario el libro posterior y, paradójicamente, más «antiguo»
para hacer el balance final de las cantidades involucradas. Al igual que en un
hospital estadounidense, hay que responder de todas las fundas de almohada manchadas
de lágrimas y de todos los pedazos de papel higiénico utilizados.
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