La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 12
Acaso lo más fantástico de aquel momento cultural haya sido la impresión de que la cultura artística era la triunfadora.
Los historiadores literarios
llaman a esa época la Era de la Crítica. Se considera que se inició en 1948,
con la publicación de Notas para una definición de la cultura, de Eliot, y La
gran tradición, de Leavis. ¿Qué acabó con ella? La respuesta más concisa podría
consistir en una sencilla palabra de cuatro letras: OPEP. En los años sesenta
se podía pasar con diez chelines a la semana: durmiendo en suelos ajenos y
viviendo a costa de los amigos y perorando -sobre crítica literaria, por
ejemplo- para que te pagaran la cena. Pero, de repente, un simple billete de autobús
pasó a costar diez chelines. El alza de los precios del petróleo, seguida por
la inflación y luego por la estanflación (estancamiento económico acompañado de
inflación), mostró que la crítica literaria era una de las muchas fruslerías de
la clase ociosa sin las cuales nos las tendríamos que arreglar. Bueno, ése era
el sentir general. Pero ahora resulta claro que la crítica literaria ya estaba
condenada. Explícitamente o no, se había basado en una estructura de niveles y
jerarquías; tenía que ver con la élite del talento. Y esa estructura se
desmoronó en cuanto las fuerzas de la democratización convergieron y
arremetieron contra ella.
Esas fuerzas -sin comparación las
más potentes en nuestra cultura- prosiguieron su arremetida. Y ahora han
chocado contra una barrera natural. Algunas ciudadelas, es cierto, han
resultado expugnables. Se puede conseguir la riqueza aun careciendo de talento
(gracias a la lotería, por ejemplo). Y también la fama (humillándose en algún
programa de televisión, por ejemplo; claro que esto siempre será mejor que el
antiguo método consistente en asesinar a los personajes famosos para heredar su
aura). Pero el talento no es algo que se pueda adquirir: hay que tenerlo. Por
lo tanto, debe ser eliminado.
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