Perspectivas, Laurent Binet, p. 258
Vasari a Bronzino
Durante la primera quincena de
diciembre, nuestro divino Buonarroti se fue varios días a los montes de
Espoleto, donde le gusta pasear por los bosques y disfrutar de la compañía de
los ermitaños, alejado de la agitación romana. Regresó alrededor del 15 o el 16
y luego no se movió hasta finales de mes. Cada día iba a la basílica a trabajar
en su cúpula, obra titánica en la que cualquier otro que no fuera él ya habría
renunciado por desaliento. El 30 fue recibido por el camarero del papa, mi señor
Pier Giovanni Aliotti, obispo de Forli, que le produjo un nuevo espanto cuando
le volvió a contar el proyecto de Su Santidad de recubrir por completo sus
frescos de la Sixtina, del que se viene quejando amargamente a sus buenos
amigos mis señores Sebastiano del Piombo y Daniele da Volterra. Por la noche,
al entrar en su casa, le dieron un queso de Casteldurante, enviado por la viuda
de su querido Urbino, cuyos hijos son sus ahijados y de los que se ocupa siempre
que puede, así como una carta que, al parecer, lo sumió en un estado de agitación
fuera de lo común, teniendo en cuenta su carácter ya de por sí bilioso. Me han
dado esta información los dos Antonio que cuidan de él desde la muerte de
Urbino y con los que compartió generosamente ese queso que tanto le gusta la mañana
del 31. Fue visto, a tercera hora, montando el corcel que le regaló tiempo
atrás Pablo III, con el que no cabalga más que en muy raras ocasiones. No
acudió ese día a las obras de la basílica, pero eso no extrañó a nadie, ya que
esas ausencias son frecuentes y prolongadas, ocupado como está en otros
trabajos. Por lo demás, estuvo de vuelta al día siguiente a hora de vísperas
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