Para formar parte del «cogollito»,
del «grupito», del «pequeño clan» de los Verdurin, bastaba una condición que
también era indispensable: había que prestar adhesión tácita a un Credo, uno de
cuyos artículos era que el joven pianista protegido aquel año por Mme. Verdurin
y del que ella decía: «¡No debería estar permitido saber tocar a Wagner así!»,
«se cargaba» de un golpe a Planté y a Rubinstein, y que el doctor Cottard tenía
más diagnóstico que Potain. Toda «nueva recluta» a quien los Verdurin no
lograran convencer de que las veladas con gente que no iba a las suyas eran
aburridas como la lluvia, se veía inmediatamente excluida. Como en este punto
las mujeres eran más reacias que los hombres a renunciar a toda curiosidad
mundana y al deseo de informarse por sí mismas del atractivo de los de-más
salones, y como los Verdurin, temiendo por otra parte que ese espíritu
inquisitivo y ese demonio de frivolidad podía, por contagio, resultar fatal
para la ortodoxia de la pequeña iglesia, se habían visto obligados a eliminar
uno tras a otro a todos los «fieles» del sexo femenino.
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