De Kassel no invita a la lógica
de Enrique Vila-Matas, p. 75-76
Fue entonces cuando, para
sentirme más en Alemania, comencé a simular -sólo ante mí, por supuesto que sentía
cierta nostalgia de las estrelladas noches del país al que había ido a parar,
de los profundos azules del muy tenso cielo germano, de la suavemente curvada hoz
de la luna aria y del oscuro susurro de los pinos de todos los bosques del gran
terruño.
La luna no es aria, me corregí
inmediatamente. Y luego me dije que se habían embrollado demasiadas cosas en mi
cabeza y estaba haciendo su aparición, de la forma más alarmante, todo el
cansancio del día.
Empezaba a estar realmente
agotado y a ese paso podían acabar apareciendo embrollos aún mayores en mi mente.
En Barcelona me había levantado tempranísimo para subir al avión de Frankfurt,
y a lo largo del día había ido acumulando la fatiga del viaje aéreo y del largo
incidente croata y otras penalidades.
Además, no quería molestar más a Boston, a la que parecían haber obligado a llevar
a cabo aquellos elementales actos de bienvenida y de cortesía conmigo, pero a
la que, tal como ella misma me había ido
medio insinuando, esperaban cuanto antes en la oficina central, donde había
dejado pendientes multitud de asuntos de trabajo.
Era la hora, pues, de comenzar a
despedirme de ella y dedicarme a montar la «cabaña para pensar» en mi cuarto del
Hessenland. Ya pronto atardecería y, además, creía sentir cómo la fatiga
avanzaba en mi propio cuerpo. De ahí que sólo pudiera ser falso aquel brillo de
luz veraniega en la cristalera de los
almacenes, aquel brillo que había entrevisto hacía un momento y que, poseído ya
por la inminente aparición de la angustia, me había recordado a los filósofos
de la escuela de Tlon que declararon que, por si los mortales aún todavía no lo
sabíamos, era conveniente que supiéramos que ya había transcurrido todo el tiempo
del mundo y nuestra vida apenas era el recuerdo o reflejo crepuscular, sin duda
falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable.
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