Sentada en la orilla de la
carretera, con los ojos clavados en la carreta que sube hacia ella, Lena
piensa: «He venido desde Alabama: un buen trecho de camino. A pie desde Alabama
hasta aquí. Un buen trecho de camino». Mientras piensa todavía no hace un mes
que me puse en camino y heme aquí ya, en Mississippi. Nunca me había encontrado
tan lejos de casa. Nunca, desde que tenía doce años, me había encontrado tan lejos
del aserradero de Doane
Hasta la muerte de su padre y de
su madre, ni siquiera había estado en el aserradero de Doane. Sin embargo, los
sábados, siete u ocho veces al año, iba a la ciudad en la carreta. Vestida con
un trajecito de confección, colocaba de plano sus pies descalzos en el fondo de la carreta y sus botas en el
pescante, junto a ella, envueltas en un pedazo de papel. Se ponía sus botas justo
en el momento de llegar a la ciudad. Cuando ya era algo mayor, le pedía a su
padre que detuviera la carreta en las cercanías de la ciudad para que ella
pudiese descender y continuar a pie. No
le decía a su padre por qué quería caminar en lugar de ir en la carreta. El
padre creía que era por el empedrado bien unido de las calles, por las aceras
lisas. Pero Lena lo hacía con la idea de que, al verla ir a pie, las personas
que se cruzaban con ella pudiesen creer que vivía también en la ciudad.
Tenía doce años cuando su padre y
su madre murieron, el mismo verano, en una casa de troncos compuesta de tres
habitaciones y de un zaguán. No había rejas en las ventanas. El cuarto en que
murieron estaba alumbrado por una lámpara de petróleo cercada por una nube de
insectos revoloteantes; suelo desnudo, pulido como vieja plata por el roce de
los pies descalzos. Lena era la menor de los hijos vivos. Su madre murió primero:
«Cuida de tu padre», dijo.
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