Una presentación imaginaria de la
Bien Amada
Una persona muy distinta de los
habituales transeúntes de la localidad escalaba el escarpado camino que conduce
a través del pueblecillo costero llamado Street of Wells, y forma un pasillo en
aquel Gibraltar de Wessex, la singular península, un tiempo isla y todavía así
denominada, que se adelanta como una cabeza de pájaro en el canal inglés. Está
enlazada con tierra firme por un largo y angosto istmo de guijarros «arrojados
por la furia del mar» y sin igual en su clase en Europa.
El caminante era lo que su
aspecto indicaba: un joven de Londres, de cualquier ciudad del continente
europeo. Nadie podía pensar al verle que su urbanidad consistiera solamente en
el vestir. Iba recordando con algo de execración que tres años enteros y ocho
meses habían transcurrido desde la última vez que visitó a su padre en aquella
solitaria roca donde nació, y todo aquel tiempo lo había invertido en diversas
y opuestas camaraderías entre gentes y costumbres mundanas. Lo que le parecía
usual y corriente en la isla cuando en ella vivía, le resultaba extraño e
insólito después de sus últimas impresiones. Más que nunca semejaba el paraje
lo que, según se decía, fue en otro tiempo la antigua isla de Vindilia y la
Morada de los Honderos. Ya no eran para él familiares y habituales ideas la
altísima roca, las casas sobre casas, los umbrales de la que en cada una se
alzaban al nivel de la chimenea antevecina, los jardines que por una de sus
tapias colgaban mirando al cielo, las hortalizas que crecían en parcelas
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