Tenemos que hablar de Kevin, L Shriver, p.100
Lo acordamos así. Y ahora,
mirando atrás, pienso que fue una decisión acertada. En 1996 un muchacho de
catorce años, Barry Loukaitis, mató a un profesor y dos alumnos mientras tenía como
rehén a toda una clase en Mases Lake, Washington. Al año siguiente otro chico,
Tronneal Magnum, mató en la escuela a un compañero que le debía cuarenta
dólares. Un mes más tarde, en Bethel, Alaska, un estudiante de dieciséis años
llamado Evan Ramsey dio muerte a otro estudiante y al director de su centro, e
hirió a dos estudiantes más. En el otoño, Luke Woodham, que contaba también
dieciséis años, asesinó a su madre y a dos estudiantes, e hirió a otros siete
en Pearl, Mississippi. Dos meses después el muchacho de catorce años Michael
Carneal mató a tiros a tres estudiantes e hirió a otros cinco en Paducah, Kentucky.
En la primavera siguiente, en 1998, Mitchell Johnson, de trece años, y Andrew
Golden, de once, se liaron a disparar en su instituto de Jonesboro, Arkansas,
con el resultado de un profesor y cuatro estudiantes muertos, y diez heridos.
Un mes más tarde, Andrew Wurst, de catorce años, dio muerte a un profesor y a
tres estudiantes en Edinboro, Pennsylvania. Y al mes siguiente, en Springfield,
Oregón, Kip Kinkel, que contaba quince años, tras matar a sus padres, causó la
muerte de dos estudiantes e hirió a otras veinticinco personas. Ya en 1999,
apenas diez días después de lo ocurrido cierto jueves, en Littleton, Colorado, Eric
Harris y Dylan Klebold, de dieciocho y diecisiete años, respectivamente,
después de colocar bombas en su instituto, montaron una verdadera cacería en la
que dieron muerte a un profesor y doce estudiantes, e hirieron a veintitrés
personas antes de darse muerte a sí mismos. De lo que se desprende que el joven
Kevin -que fue el nombre que escogiste para él- salió tan americano como una
Smith & Wesson.
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