El Reino, Emmanuel Carrère, p. 410
Pacificada Galilea, es decir,
totalmente arrasada, llega la hora de ocuparse de Jerusalén, foco de la
insurrección. Vespasiano descubre que este nido de avispas grisáceo, adosado a
una colina escarpada, está de hecho muy bien defendido. No importa: se tornarán
su tiempo. Dejarán que los rebeldes se maten entre ellos, y mala suerte para
sus rehenes, habitantes y peregrinos. Vespasiano ha hecho bien sus cálculos: se
matan entre ellos. Todo lo que se sabe de los tres años que duró el asedio lo
sabernos por Josefo, que lo siguió desde el campamento de Vespasiano pero
recogió testimonios de prisioneros y desertores. Estos testimonios son
aterradores, de una manera que, por desgracia, nos resulta conocida. Jefes
guerreros rivales, al mando de milicias que aterrorizan a los desdichados que
simplemente tratan de sobrevivir. Hambrunas, madres que pierden la razón
después de haberse comido a sus hijos. Fugitivos que antes de partir se tragan todo
su dinero confiando en cagarlo cuando lleguen a un lugar seguro, y los soldados
romanos, avisados de este hecho, adquieren la costumbre de destripar a los que
apresan en las barreras para registrarles las entrañas. Bosques de cruces en las
colinas. Cuerpos desnudos de los ajusticiados que se descomponen bajo el sol de
plomo. Pollas cercenadas con buen humor, porque la circuncisión siempre ha
divertido al legionario. Jaurías de perros y de chacales se sacian con los cadáveres,
y esto no es nada, dice Josefo, comparado con lo que sucede detrás de las
murallas de la ciudad, que él describe como “una bestia enloquecida por el hambre y que se alimenta de
su propia carne”.
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