Yo estoy vivo y vosotros esatis muertos. p. 148
Leary, que hasta ese momento
había sido considerado un excéntrico inofensivo, comenzó a hacerse escuchar, a
pronunciar conferencias y a explicar a los periodistas que se acercaba un
momento crucial en la historia de la humanidad. No era una coincidencia
fortuita el hecho de que Albert Hofmann hubiese descubierto el LSD en el mismo
momento en que Enrico Fermi descubría la fisión del átomo. El hombre recibía
por un lado el instrumento para destruir su propia especie y, por el otro, la
posibilidad de acceder a un nivel superior de la evolución. Si aceptaba el
segundo don, podría sumergirse en los océanos inexplorados que su cerebro
escondía, superaría al Homo sapiens, entraría en una sabia y alegre comunión
con el cosmos, conocería a Dios, y, en cierto modo, sería Dios.
Por sí solos, esos discursos no
hubiesen convencido a mucha gente. Pero, a diferencia de otros iluminados,
Leary poseía el material, suministrado por los laboratorios Sandoz, que los ratificaba.
En realidad, todos los que se sometían a los terribles efectos del LSD salían,
en el peor de los casos, consternados y, la mayoría de las veces, convertidos.
Intelectuales de prestigio y artistas, pero también hombres de negocios, como
el jefe de la fundación Ford, se convirtieron en sus prosélitos. Leary obtuvo una
autorización de la administración penitenciaria para que los detenidos de la
prisión del estado de Concord, Massachusetts, fueran sometidos a una cura con
LSD: la absorción de aquel nuevo sacramento colmó a esos criminales
impenitentes de aspiraciones místicas que maravillaron a sus guardias.
Por miedo a tener que avalar esas
experiencias tan poco compatibles con el rigor científico, las autoridades de
Harvard despidieron a Leary, consolidando de este modo su vocación de profeta.
Trataba de sepulcros blanqueados a sus detractores, citaba la fórmula de Niels
Bohr según la cual una nueva verdad no se impone porque convence a sus
adversarios, sino porque sus adversarios terminan muriéndose y son sustituidos
por una nueva generación para la cual esa verdad es perfectamente natural. En
una mansión que un mecenas le había prestado, Leary reunió a una comunidad de
fieles que, bajo su dirección y entre el humo del incienso y las notas del raga
hindú, se consagraron a la exploración metódica de los mundos que el ácido les
abría. Un libro hacía de guía para esos viajes: el Bardo Thodol. El libro tibetano
de los muertos. Este auténtico Baedeker de los espacios interiores era el
regalo de despedida del viejo Aldous Huxley a la nueva generación: decían que
había pedido que se lo leyeran en su lecho de muerte y que, unas horas antes
del fin, había pedido una inyección de LSD, no por cobardía, sino al contrario,
para aprovechar plenamente su paso a mejor vida.
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