Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Emmanuel Carrère, p. 158
Turing empieza por enumerar los argumentos pasados, presentes y futuros que niegan la posibilidad de una inteligencia artificial: las máquinas solo hacen aquello para lo que han sido programadas, están especializadas, no tienen gustos ni caprichos, no pueden sufrir, etcétera. Después de considerar todos estos argumentos insuficientes, Turing sugiere, para poder decidir si una máquina puede pensar como un hombre, que nos atengamos a un criterio único: ¿una máquina es o no capaz de hacerle creer a un hombre que piensa como él?
El fenómeno de la conciencia solo puede ser observado desde dentro. Sé que poseo una, es más, es gracias a ella que lo sé, pero en lo que a ustedes se refiere, no hay nada que me pruebe que tienen una. En cambio, puedo afirmar que ustedes emiten señales, en especial mímicas y verbales, a través de las cuales, por analogía con las mías, deduzco que piensan y sienten como yo. Ahora bien, supongamos, dice Turing, que en un futuro próximo o remoto, una máquina pueda ser programada para emitir, en respuesta a todos los estímulos que recibe, señales igualmente convincentes; en este caso no se entiende a santo de qué puede negársele la patente de pensamiento.
La prueba que Turing elabora basándose en este criterio consiste en aislar a un examinador humano, un candidato humano y un candidato-máquina en tres habitaciones distintas. El examinador se comunica con cada candidato a través del teclado de un ordenador (también puede hacerse con un teléfono, si se dispone de un sistema de síntesis vocal) y fustiga a los dos candidatos con preguntas destinadas a establecer quién es el hombre y quién la máquina. El interrogatorio puede versar tanto sobre el sabor de la tarta de arándanos, los recuerdos navideños de la infancia y las preferencias eróticas, como, por el contrario, sobre las operaciones de cálculo que, se presume, el hombre efectúa con menos rapidez y mayor dificultad que la máquina; todo está permitido, tanto las preguntas más Íntimas como las más descabelladas. Es sabido que el koan zen es una técnica clásica de confusión. Por su parte, los dos candidatos se esfuerzan en convencer al examinador de que son humanos, uno en perfecta buena fe, el otro recurriendo a todas las estratagemas que su programa prevé; por ejemplo, cometiendo deliberadamente errores de cálculo. Al final, el examinador da su veredicto. Si se equivoca, la máquina gana
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