El Reino, Emmanuel Carrère, p. 362
Cuesta siempre recordarlo a causa
de lo que vino más tarde, pero Nerón causó una impresión bastante buena cuando
vistió la púrpura imperial después de Tiberio, que era un paranoico, Calígula,
que estaba loco de remate, y Claudio, que era tartamudo, borracho, cornudo y
estaba dominado por mujeres cuyos nombres han quedado en la historia asociados
con el libertinaje (Mesalina) y la intriga (Agripina). Tras haberse
desembarazado de Claudio gracias a un plato de setas envenenadas, Agripina
maniobró para apartar de la sucesión al heredero legítimo, Británico, en beneficio
del hijo de ella, Nerón, que sólo tenía diecisiete años y a través del cual
Agripina pensaba reinar. Para ayudarla, hizo que regresara de Córcega, donde,
perdido el favor de Claudio, se aburría desde hacía ocho años un personaje con
el que ya nos hemos cruzado: Séneca, la voz oficial del estoicismo, banquero
riquísimo, político ambicioso y desilusionado que efectuó su gran retorno a los
negocios en el papel de preceptor y eminencia gris del joven príncipe. Éste se
ganó, en sus comienzos, una reputación de filósofo y filántropo. Se citaba su
comentario, cuando le habían hecho firmar su primera sentencia de muerte: “Cómo
me gustaría no saber escribir ...” Más que la filosofía, de hecho, Nerón amaba
las artes: la poesía, el canto, y también los juegos de circo. Empezó a subir
al escenario para declamar versos de su cosecha acompañándose de la lira, y a
bajar a la pista para conducir carros. Esta costumbre desagradaba al Senado
pero gustaba a la plebe. Nerón fue el emperador más popular de toda la dinastía
julio-claudiana, y cuando tuvo conciencia de ello el muchacho mofletudo y
socarrón cuya vida su madre creía controlar totalmente empezó a emanciparse. Ella
se inquietó. Para llamarle al orden, hizo reaparecer de entre bastidores a
Británico, el hijastro al que había expulsado. Amenazado por su madre, Nerón
hizo exactamente lo que ella habría hecho en su lugar: Británico, como Claudio,
murió envenenado.
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