Hacia la estación de Finlandia, Edmund Wilson, p.63
No mucho antes de 1848, y justo
antes de empezar la Histoire de la Révolution, Michelet escribió un breve libro
titulado Le Peuple. La primera parte, “De l'esclavage et de la haine”, contiene
un análisis de la moderna sociedad industrial. El autor toma las clases sociales
una a una y muestra cómo todas ellas están envueltas en la trama
económico-social. Cada clase explotadora o explotada -y, por lo general, a la
vez opresora y víctima- engendra, a causa precisamente de las actividades que
les son necesarias para sobrevivir, unos antagonísmos irreconciliables con las
demás; y todas son incapaces de escapar al envilecimiento general por medio de
un ascenso en la escala social. El campesino, en deuda perpetua con el
prestamista profesional o el abogado, y bajo el miedo constante de ser
despojado de su propiedad, envidia al obrero industrial. El trabajador fabril,
prácticamente un prisionero y con la voluntad deshecha por el sometimiento a
las máquinas, desmoralizado aún más por la vida disoluta en que cae durante los
pocos momentos de libertad que le dejan, envidia al que trabaja en su oficio,
pero el aprendiz de un oficio pertenece a su patrón; es, a la vez, su criado y
un obrero manual, y está atormentado por aspiraciones burguesas. Por otra
parte, en el seno de la burguesía, el fabricante, que recibe dinero prestado
del capitalista y se halla siempre bajo el peligro de naufragar en los escollos
de la superproducción, acosa a los obreros como si el propio demonio le
azuzara. Llega a odiar a sus trabajadores, considerándolos el único elemento inseguro
que obstaculiza el funcionamiento perfecto del mecanismo. Los obreros, a su
vez, se desahogan odiando al capataz. El comerciante, acosado por los clientes,
ávidos de obtener las cosas por nada, presiona al fabricante para que le
suministre artículos de pacotilla; tal vez sea el que lleva la existencia más
miserable de todos, forzado a mostrarse servil con los clientes, odiando a sus
competidores y siendo odiado por estos, incapaz de hacer ni organizar nada. El
funcionario público, mal pagado y luchando por mantener su respetabilidad, trasladado continuamente de un lugar a otro,
no solo tiene que ser amable como el comerciante, sino que ha de procurar,
además, que sus sentimientos políticos y religiosos sean del agrado de la
Administración. Para terminar, el sector ocioso de la burguesía ha vinculado
sus intereses a los de los capitalistas, los miembros de la nación que menos piensan
en el bienestar público y que viven en un terror constante por el comunismo.
Los capitalistas han perdido todo contacto con el pueblo; se han encerrado
completamente en su clase; y en sus casas, tras herméticos cerrojos, no hay más
que vacío y frío glacial.
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