Con la mañana, llegaba la esperanza. Como un resplandor fugaz, se posaba en la melena negra y lisa de mi madre, que yo jamás me aventuraba a tocar, y se quedaba en la punta de mi lengua mezclada con el azúcar de las gachas tibias, que me comía despacio y sin perder nunca de vista sus finas manos entrelazadas, inmóviles sobre el periódico, con su gripe española y su tratado de Versalles. Mi padre ya había ido a trabajar y mi hermano, al colegio, de manera que, aun conmigo allí, mi madre estaba sola, y si me quedaba callada sin decir nada, aquella calma distante de su corazón enigmático podía prolongarse hasta entrada la mañana, cuando bajaba a Istedgade para hacer la compra como las amas de casa corrientes.
El sol surgía por encima del
carromato verde de los gitanos como si brotase de su interior, y Hans el Sarna
salía palangana en ristre y con el torso al aire. Después de echarse el agua
por encima, alargaba la mano en busca de la toalla que le tendía Lili la Guapa.
No cruzaban palabra, pero eran como estampas de un libro cuando se pasan muy
deprisa las págínas. Igual que mi madre, aún habrían de cambiar con el correr
de las horas.
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