El asombroso rostro del enemigo
del mundo ascendió raudo hacia el avión: pinares sobre pequeñas colinas, lagos
de un brillante verde grisáceo, tan pequeños que nunca podrían ser más que
lisos, jardines crecidos con judías lengua de fuego, campos con hileras de
trigo cobrizo, pueblos de tejados bermejos con gabletes precipitosos e iglesias
con campanarios con forma de calabaza que no hubiese podido diseñar ningún
arquitecto de más de siete años. Otro minuto más y el avión descendió hasta el
corazón mismo del enemigo del mundo: Núremberg.
No hicieron falta muchos minutos más para llegar al tribunal donde el enemigo
del mundo estaba siendo juzgado por sus pecados. Ahora bien, esos pecados quedaron
olvidados de inmediato ante el asombro suscitado por el conflicto que sacudía a
ese tribunal, aun no teniendo nada que ver con los cargos sometidos a su
consideración. El juicio se hallaba entonces en su undécimo mes y el tribunal
era una ciudadela de tedio. Todos los que estaban en su ámbito eran presa de un
extremo aburrimiento. Con esto no pretendo decir que el trabajo que se traían entre manos fuera
desempeñado con languidez: una disciplina férrea se oponía frontalmente al
tedio y no cedía ni un centímetro. Pero, con todo y con eso, el proceso más
espectacular que se estaba desarrollando ante el tribunal por entonces era un cierto tira y afloja respecto al tiempo.
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