-¿Qué, Piotr, no se ve nada
todavía? -preguntaba, el 20 de mayo de 1859, un señor de unos cuarenta años,
saliendo sin sombrero a la puerta de la posada en el camino de ... ; LLevaba un
abrigo corto, cubierto de polvo, y pantalones a cuadros. La pregunta iba
dirigida a su criado, un joven carrilludo, con vello blanquecino en la barbilla
y ojillos mates.
El criado llevaba un pendiente de
turquesa en la oreja, cabellos de color indefinido, untados de pomada; sus ademanes
eran corteses. En una palabra, todo revelaba en él a un hombre de la nueva
generación. Miró con indiferencia al camino y contestó:
-A lo que parece, no, señor, no
se ve nada.
-¿No se ve nada? -repitió el
señor.
-N a da -contestó por segunda vez
el criado.
El señor suspiró y se sentó en un
banquillo. Vamos a presentárselo al lector, mientras está así sentado, con las piernas
encogidas, y mira pensativamente alrededor.
Se llama Nikolái Pietróvich
Kirsánov. A quince verstas de la posada posee una finca de doscientas “almas”,
o bien, de dos mil diesiátinas, como él
mismo dice desde que repartió sus tierras con los campesinos y ha creado una granja
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