Entre las sábanas, Ian McEwan, p 148
Me serví una copa y me apresuré a
salir al balcón para ver la puesta del sol. Aquello no me excitaba lo más
mínimo. Pensaba para mis adentros: Si la suelto, me despreciará por débil. Si
la mantengo atada, es posible que me odie, pero, al menos, habré cumplido mi
promesa. El sol, de color naranja claro, se zambullía entre la neblina, y la
oía gritar a través de la puerta cerrada del dormitorio. Cerré los ojos y me
esforcé por ser irreprochable.
En cierta ocasión, un amigo mío
se hizo psicoanalizar por un señor mayor, un freudiano que tenía una clínica establecida
en Nueva York. En una de las sesiones mi amigo habló largo y tendido de sus
dudas sobre las teorías de Freud, de su falta de credibilidad científica, de su
especificidad cultural, y así sucesivamente. Cuando terminó, el analista sonrió
afablemente y le dijo: ¡Mire a su alrededor! Al hacerlo, le señaló con la palma de la mano
el cómodo despacho, el ficus y la begonia rex, las paredes forradas de libros.
Finalmente, dobló hacia sí la muñeca de un modo que sugería honestidad y, al
mismo tiempo, ponía de relieve las solapas de su elegante traje, y dijo: “¿De veras
cree que habría llegado a estar donde estoy si Freud se hubiera equivocado?”
De igual modo, me dije mientras
volvía dentro (el sol ya se había puesto y el dormitorio estaba en silencio), la
simple verdad de la cuestión es que mantengo mi promesa.
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