Instrumental, James Rhodes, p. 234
Hagamos el cálculo. Podemos
funcionar (a veces de maravilla) con seis horas de sueño por la noche. Durante
siglos, ocho horas de trabajo han sido más que suficientes (no deja de ser
irónico que trabajemos más horas desde que se han inventado Internet y los
smartphones). Con cuatro horas sobra para recoger a los niños, adecentar el
piso, comer, limpiar y el resto de etcéteras. Nos quedan seis. Trescientos
sesenta minutos para hacer lo que queremos. ¿Lo que queremos es limitarnos a
atontarnos y hacer aún más rico al directivo discográfico Simon Cowell? ¿Pasar
el rato en Twitter y Facebook buscando un romance, un bromance, gatos, partes
meteorológicos, necrológicas y cotilleos? ¿Emborracharnos nostálgica y
desastrosamente en un pub en el que ni siquiera se puede fumar?
¿Y si pudieras aprender todo lo
que hay que saber para tocar el piano en menos de una hora (algo que sostenía,
de forma correcta desde mi punto de vista, el fallecido y genial Glenn Gould)? Las
nociones básicas de cómo ensayar y cómo leer partituras, la mecánica física del
movimiento de los dedos y la postura, todas las herramientas necesarias para
llegar a interpretar una pieza, se pueden escribir y transmitir como si fuera
el manual para montar un mueble en casa; luego ya solo depende de ti dedicarte
a gritar y chillar y clavarte clavos en los dedos con la esperanza de poder descifrar
algo indeciblemente incomprensible, hasta que, si tienes mucha suerte, acabas
algo que se parece a medias al producto original.
¿Y si por doscientas libras
pudieras comprarte un viejo piano vertical por eBay y que te lo llevaran a
casa? ¿Y si luego te dijeran que con el profesor adecuado y cuarenta minutos
diarios de ensayo bien hecho puedes aprender en pocas semanas una pieza que
siempre has querido tocar? ¿No merece la pena explorar esta posibilidad?
¿Y si en vez de un club de
lectura te unieras a un club de escritura? En el que todas las semanas tuvieras
la obligación (de verdad) de llevar tres páginas de tu novela, novela corta,
obra de teatro, para leerlas en voz alta.
¿Y si en vez de pagar las setenta
libras mensuales que te cuesta un gimnasio al que le encanta hacerte sentir
gordo, culpable y a años luz del hombre con el que tu mujer se casó, te compras
unos lienzos en blanco, pinturas, y pasas un rato todos los días creando tu
versión del «te quiero» hasta darte cuenta de que cualquier mujer al lado de la
cual valga la pena estar querría acostarse contigo en ese mismo momento justo
por eso, a pesar de que no tengas unos abdominales perfectos?
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