Comprendí, con rotunda claridad, que no existe tal cosa llamada mujer. La mujer, caí, es una leyenda, un fantasma que sobrevuela el mundo, posándose aquí y allá, en este o en aquel desprevenido ser femenino al que transforma, de forma breve pero decisiva, en un objeto de deseo, veneración y terror. Me imagino asaltado por el nuevo y pasmoso hallazgo, hundido en la silla con la boca abierta, los brazos colgando a ambos lados y las piernas abiertas con descuido ante mí -. hablo de manera figurada, por supuesto-, en la atónita pose de alguien que ha sufrido una repentina y devastadora iluminación.
Lo sé, lo sé, estáis moviendo la cabeza y riéndoos de mí por lo bajo y tenéis razón: soy un tonto sin remedio. La revelación supuestamente extraordinaria que tuve en la mesa no era, en realidad, más que un trocito de la sabiduría popular que comparten todas las mujeres, y quizá también la mayoría de los hombres, desde que Eva mordió la manzana. He de confesar que tampoco tuvo ningún importante efecto inspirador en mí; por desgracia la luz que acompaña semejantes visiones se apaga con rapidez. Ninguna venda cayó de mis ojos. No contemplé a Polly con repentino escepticismo, considerándola tan solo humana y concluyendo que no era digna de mi pasión. Por el contrario, sentí una súbita y renovada ternura hacia ella, pero de un tipo prosaico y desapasionado.
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