Instrumental, James Rhodes, p. 231
Era evidente que, teniendo las
reacciones emocionales y fisiológicas de un niño, no era capaz de mantener una
relación de ningún tipo. Era una persona intrínsecamente dañada, egoísta, egocéntrica
y excesivamente centrada en sí misma, y la única forma de salir de aquello era
volver, experimentarlo todo de nuevo como adulto y tratar de solucionar las
cosas. Y fue lo que hice. Medité todos los días durante varias semanas, incluso
dos veces diarias. Leí los libros, hice los ejercicios que se proponían, escribí,
incluso recé, estudié mis emociones sin distraerme y llegué mucho más al fondo
de mí mismo de lo que había logrado jamás.
De todo lo que aprendí, lo que
más me ayudó fue experimentar esos sentimientos de dolor y vergüenza pero
olvidarme de las historias vinculadas a ellos. Antes, sentía esa vergüenza,
asco o desprecio por mí mismo, y al notar aquellas emociones me las iba
narrando mentalmente, les ponía imágenes y palabras, exploraba los motivos que
había tras ellas, me permitía alimentarlas, juzgarlas, multiplicarlas. Entonces
aprendí, lentamente, a quedarme quieto y fijarme en ellas con curiosidad, sin etiquetas, narraciones ni
juicios. Advertía en qué parte del cuerpo se alojaban (siempre en el corazón o
en el estómago), las observaba, experimentaba el dolor, me quedaba a su lado. Y
os prometo que cuando haces eso, todo empieza a curarse. De forma lenta pero
segura, empieza a curarse, disminuir, mitigarse.
Y al cabo de no mucho tiempo pasó
algo maravilloso: de un modo u otro logré conectar con el yo que existía antes
de que el profesor de gimnasia me pusiera las sucias manos encima, me di cuenta
de que yo no era una persona mala ni tóxica, empecé a permitirme arreglar las
cosas, a perdonarme y aceptarlo todo por primera vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario