En otoño, Karl Ove Knausgard, p. 45
En los días lluviosos de otoño,
cuando el cielo era de color gris oscuro, los abetos del bosque junto a la
carretera de color verde oscuro, el asfalto de la calle casi negro y todos los
demás colores estaban palidecidos por la luz suspendida y la humedad, se podía
ver la gasolina en la carretera brillando
con los colores más fantásticos e inusuales. La gasolina era tan distinta a
todo lo que conocíamos que podía haber venido de otro mundo. Podía uno
imaginarse un mundo maravilloso, lleno de cuentos y aventuras, abigarrado y
generoso. Generoso porque el juego de colores de la gasolina, que era como si
apareciera y desapareciera arbitrariamente, estaba relacionado con los lugares más
feos y vacíos. Ese juego de colores no se veía nunca en prados o campos ni en
rocas o playas,-sino que surgía en aparcamientos, caminos de grava y asfalto,
puertos de barcos de recreo, solares · en construcción. La gasolina podía de
repente flotar en el opaco espejo entre verde y gris del agua de los charcos,
desconectada del agua como del resto del entorno, y si la pinchabas con un
palito podían surgir nuevos colores, púrpura, lila, azul cobalto, en dibujos llenos
de curvas y lagunas, bellas como caracolas o galaxias.
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