Autobiografía de papel, Félix de Azúa, p. 95
La gente de mi generación aún tuvo la suerte de aprender con maestros, a la manera de los antiguos artesanos que entraban en los talleres (pagando) para observar cómo trabajaban los expertos. Mío y de mis amigos fue Benet maestro consciente, voluntarioso y gratuito. Peor que gratuito: le desvalijábamos el bar y la cocina cada vez que nos reuníamos en su casa, en confusa mezcla de hijos, discípulos e invitados de alcurnia a veces con esposas. Ejercía de maestro con plena conciencia y gran teatralidad. Nos llamaba siempre por el apellido y nunca mostró la menor debilidad, sentimentalismo o cobardía. Destruyó una por una, con argumentos implacables y retórica ciceroniana, todas nuestras novelas, menos la primera de Marías.
Nos enseñó cosas esenciales para un novelista adolescente.
No sólo con qué gesticulación se debe preparar la primera bebida de la noche,
cómo se cuenta una misma historia diez o doce veces sin que parezca la misma,
cuáles son los ridículos imperdonables en cualquier escritor español y quién los
comete con mayor frecuencia, qué libros hay que evitar como si fueran la lepra,
cuál es la carretera con menos socavones de la provincia de Madrid, cómo actúa
un revisor de la Renfe al abrir el camarín a las cinco de la madrugada, cuál
era el único novelista aceptable de la Francia contemporánea y por qué tampoco
había que leerlo, en fin, cuestiones fundamentales, porque la enseñanza verdadera,
como en los talleres medievales, no es la materia misma del arte ( eso se
aprende mirando con atención una y otra vez) sino el modo de ser, la
vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud
moral del artista, vaya. La enseñanza principal de un maestro ha de ser tanto
moral como física, porque la relación del artista con su obra es, además de
moral, una relación indudablemente física.
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