El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 239
Las clases de Formación del
Espíritu Nacional estaban a cargo de un hombre de aire cansino, apacible de
ánimo y ronco de fumar, que gastaba un bigote mínimo y un sombrero de fieltro
con pluma. Había sido militar en las guerras africanas e impartía las clases
sin gana. Nos hablaba de la familia y de los vínculos del afecto y de la
sangre, y nos hablaba de la escuela, y dibujaba en la pizarra un yunque y un
martillo y decía que la escuela era la fragua donde se forjaba a los hombres
del mañana, y nos explicaba los gremios y los santos patronos de cada gremio.
Cuando hablaba de la justicia social dibujaba balanzas y cuando nos enseñaba el
principio de la autoridad pintaba una corona cruzada por un bastón y una espada,
y al explicarnos la lección de las normas y el bien común dibujaba un semáforo,
como los que yo había visto junto al mar. Para el trabajo manual un pico y una
pala, para el trabajo creativo una bombilla encendida y para el descanso un
cine. Le gustaba dibujar. Cuando más disfrutaba era cuando nos hablaba del
Caudillo Dictador. Le temblaban los labios bajo el bigote escaso Y se le
aclaraba la voz. Una vez incluso llegó a llorar. Una vertiginosa y brillante
carrera, nos decía, estratega genial, reconstructor de la patria, impulsor de
los españoles hacia ideales sagrados, y nos aburría con las historias, que
repetía una y otra vez, de su experiencia como oficial en África a las órdenes
del Caudillo. El militar regentaba un estanco en un pueblo cercano por concesión
generosa y expresa del Caudillo y venía a impartir las clases los jueves en una
vespa azul con un gran parabrisas.

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