PRÓLOGO
¿Se puede comparar la gran
mentira masculina –estratégica, arquitectónica, tan antigua como la respuesta
de Caín– con las encantadoras mentiras de las mujeres en las que no se adivina
ninguna intención, buena o mala, ni siquiera un atisbo de aprovechamiento?
He aquí un matrimonio regio,
Ulises y Penélope. Su reino, la verdad, no es demasiado grande: una treintena
de casas, un pueblo de tamaño mediano. Las cabras en un redil (ni hablar de
gallinas, probablemente aún no se habían domesticado), la reina prepara queso y
teje alfombras. Perdón, sudarios... Lo cierto es que ella es de buena familia.
Su tío es rey y su prima es la mismísima Helena, por quien se desencadenó la
guerra más encarnizada de la Antigüedad. Por cierto, Ulises también figuraba
entre los pretendientes a la mano de Helena, pero, pícaro él, tras sopesar los
pros y los contras se casó no con la más bella de las mujeres, no con la
superestrella de moralidad dudosa, sino con Penélope, la buena ama de casa que,
hasta la vejez, fastidió a todo el mundo con su ostentosa fidelidad conyugal,
pasada ya de moda para la época.

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