Instrumental, James Rhodes, p. 82
Enseguida dejé de ir a clase,
tomaba tanto ácido que no podía distinguir la realidad de la fantasía, fumaba
heroína (lo mejor y lo más idiota que he hecho en mi vida, todo a la vez), fumaba
marihuana compulsivamente, compraba grandes cantidades de cocaína y speed (en
teoría para traficar, en la práctica para esnifarlos con ansia), robaba en las
tiendas, me aislaba y no tenía ni un solo amigo. Ni uno. Hubo una chica, guapa
y buena. Pero al cabo de una semana de estar conmigo me aseguró con valentía
que lo que necesitaba era una enfermera, no una novia, y que si no paraba de
colocarme jamás me volvería a hablar. Y mantuvo su palabra, menos mal.
Casi todo lo que pasó en ese año
se me ha borrado de la memoria. Tengo algunos destellos: recuerdo a la policía
siguiéndome, una ocasión en que fui en coche a un sitio a las tres de la
madrugada y después no supe cómo había vuelto, otra vez en que salí de Londres,
puesto hasta las trancas, en medio de la noche, y que conseguí llegar en coche
a Edimburgo en poco más de cinco horas (normalmente se tarda unas siete);
también recuerdo haber intentado, siempre sin conseguirlo, tirarme a varias
chicas, haber conducido en dirección contraria por calles de un solo sentido porque «así se va
más rápido», haber consultado a un médico que me dijo que tenía la capacidad
pulmonar de una persona de sesenta años (ésa es la consecuencia de fumar drogas
duras que te cristalizan en los pulmones), haber deambulado por la ciudad en
mitad de la noche con alucinaciones y hablando con desconocidos.
Los efectos secundarios eran
desagradables. Destructivos y, por eso, gratificantes, pero desagradables.
Cuando volví a casa al terminar el primer año y mi madre vio que me había
deteriorado física y mentalmente hasta tal punto que ya no podía justificárselo
a sus amigas diciendo que lo mío eran «travesuras de adolescente», me mandaron
a un psiquiatra. Fui sin oponer resistencia. Ya me había quedado sin fuerzas
para luchar y a esas alturas me era más fácil hacer lo que me mandaban. El
hombre estuvo hablando conmigo unos veinte minutos, hizo una llamada y enseguida me trasladaron a un hospital con
cerraduras en puertas y ventanas, enfermeros callados y bruscos, y espléndidos medicamentos.
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