Los papeles de Puttermesser, Cynthia Orzick, p. 325-326
Ve a Henry James, el Maestro, enriquecido por el triunfo de
una pieza de teatro, la misma pieza de teatro que alguna vez fracasó
estrepitosamente en los escenarios londinenses; pero ella sabe (como el Maestro
mismo sabrá muy pronto) que el éxito paradisíaco terminará en abucheos y
frustración.
Ve disiparse la euforia y surgir la ignominia.
Ve a un Dickens divinamente palpable, celebrado en cada
rincón del Edén. Luego ve cómo lo llevan, ya convertido en un hombre adulto, a
la fábrica de betún donde había sufrido tanto de niño.
Ve un pez ensartado en un anzuelo que regresa al horror: la
vida de su padre, arrojada de nuevo a los pies del zar.
Ve el alfabeto que huye tratando de no ser inventado.
Ve niños recién nacidos que buscan regresar a los vientres de
los que han sido expulsados.
Ve la ciencia que anhela ser la alquimia.
Ve a un joven con barba, que aferra un libro donde está escrita
la historia de la humanidad, llorando porque lo han transformado en un dios; lo
ve llorando ante el fruto muerto de su apoteosis.
El remordimiento cubre las calles celestiales con una ceniza
sin culpa, tan blanca como la nieve que vuelve a llenar las órbitas de Platón,
donde antes estuvieron sus ojos. Por cada muestra de esplendor nace la
debilidad de la decadencia. Ve las torres de las civilizaciones brillar y
apagarse. Ve secarse los enamoramientos. Ve montoncitos de carbón: son las
brasas de amores ardientes, de amores
tan famosos como los de Dido y Eneas o los de Raquel y Akiba. Ve las elevadas
iniciativas de la ambición precipitarse en la resignación y en la derrota.
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