Vida privada, Josep Maria de Segarra, p. 130-131
Aquella noche Bobby no fue a
cenar al Liceo; se quedó a hacer compañía a su madre. Bobby aceptaba la
mentalidad de la viuda Xuclá, consideraba muy humanas sus ligerezas pasadas,
todo le parecía bien, porque Bobby era un escéptico y utilizaba una moral
podrida; pero aquella noche Bobby, como reacción a las groserías que Federico
se había permitido decir sobre la viuda Xuclá, veía a su madre como a una santa.
Y, sobre todo, apreció más que nunca su piedad y elegancia de gran señora.
Bobby descubría en los pliegues de los labios, en la barbilla un poco salida,
en las arrugas, en los ojos cansados y en los cabellos blancos de aquella
decrépita majestad, todavía alta y sonriente, toda la esencia de una Barcelona
aristocrática y comercial, popular, orgullosa, un poco infantil, de la que ya
se iba perdiendo el rastro.
Y Bobby tenía razón; la viuda
Xuclá representaba todo eso; además, una mujer vieja que ha vivido mucho,
mantiene más que un hombre la huella del pasado y la sensible permanencia de
todos los recuerdos. Porque la mujer tiene los nervios más pasivos, tiene un
alma más receptiva, no se gasta ni se abandona totalmente a la acción como el hombre;
es más avara y más previsora; tiene la buena fe de coleccionar sueños dentro de
los pliegues de su piel arrugada, de arrinconar aventuras y conservar allí lo
que no se ve y sólo se respira: el perfume de la historia.
(Retrato de John Singer Sargent)
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