Vida privada, Josep María de Segarra, p. 188-189
Se entronizó la imagen del
Corazón de Jesús en todas las capitanías generales y en todos los casinos
militares, en los que se jugaba al póquer y se proyectaba el asesinato de las
prostitutas, como el de una pobre muchacha a la que arrojaron desde un balcón
del pasaje Escudellers, con los riñones agujereados por una espada que se había
hecho famosa en los desastres africanos.
Los obispos y los arzobispos
fomentaban la orgía reaccionaria. Los canónigos enviados a Barcelona para
custodiar el tesoro del Palacio Nacional consumían dos mil litros diarios de
manzanilla, y les reservaron la carne Integra de todos los toros que se
lidiaban en la Monumental y en las Arenas; para comer un bocadillo del primer
toro había cola de canónigos. El dictador resucitó la mentalidad propia de los
«generales bonitos» y de algunos cabecillas carlistas del siglo XIX, que
aumentaban la temperatura de los prostíbulos y de las sacristías para que el pueblo
viviese con la baba acaramelada pegada a los labios. En este aspecto y en
otros, el dictador, que en el fondo despertaba una simpatía tartarinesca,
recordaba al famoso Savalls.
Barcelona fulguró como una
estrella internacional; sin embargo, los «Violines» de los magnates de la
situación alcanzaron proporciones cósmicas
en la propaganda que de la Exposición se hada en el extranjero: quien no robaba
descaradísimamente era porque el pobre desgraciado no tenía dedos.
Pasado algún tiempo, la gente se
estremecía al pensar en cómo se habían podido tolerar tantas cosas. Era muy
natural que se tolerasen y aceptasen. Los políticos saben que nada hay tan
variable, tan engatusable, tan corruptible como una multitud. Y Barcelona,
Cataluña y Espafta, entonces, fueron eso: una gran multitud de delgados
intestinos y pasmadas mejillas. La Dictadura llenaba de mendrugos los abdómenes
canijos y organizaba unos pocos fuegos artificiales para dar un reflejo de roja
felicidad a las mejillas. La estupidez y la cobardía de todo el mundo contribuyeron
a aquel juego, pero no se puede negar que Barcelona tuvo un momento brillante,
maravillosamente decorativo.
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