Instrumental, James Rhodes, p. 121
Entonces, cuando estaba
desesperado por encontrar el punto intermedio entre el suicidio y el asesinato,
encontré las cuchillas.
Hice lo mismo que cualquier otro
tío con cierto amor propio que se hubiera visto en mi situación: buscar en Internet
cómo solucionar lo que me estaba pasando. Y hallé el glorioso y desbocado mundo
de los foros cibernéticos. Pozos anónimos llenos de textos monótonos que se
hacían pasar por un medio de ayuda, pero que no eran más que una excusa para
que cada uno le vomitarse al mundo sus diversas neurosis, perversiones, fetiches
y manías, con la esperanza de dejar de sentirse «siempre solo» y, posiblemente,
dar con alguien que estuviera peor. En una de esas páginas la gente hablaba de
los cortes autoinfligidos. Como si fuera algo malo: decían que lo habían vuelto
a hacer pero les daba rabia, y querían dejarlo. Era un tema del que ya había
oído hablar, normalmente relacionado con chicas adolescentes, aunque ni se me
había pasado por la cabeza intentarlo.
Pero todo me dolía, y en aquel
momento me pareció una buena idea. Así, de la forma más banal que se pueda
imaginar, me pasé por la farmacia del barrio y compré un paquete de cinco
cuchillas de afeitar Wilkinson Sword y unas cuantas tiritas.
Las autolesiones constituyen una
droga de primera. Son casi una pandemia en el Reino Unido, donde ya tenemos los
niveles más altos de Europa. En vez de
recurrir a las tapas y las siestas, utilizamos pequeños objetos metálicos de
bordes afilados y tiras de material absorbente. El motivo: esto brinda el
subidón más efectivo, inmediato y eléctrico, solo comparable al de la heroína
(inyectada, no fumada) y al del crack. Después no hay bajón, ningún efecto
secundario negativo (cuando se hace bien), sale prácticamente gratis, se puede
hacer en cualquier sitio y para pillar
únicamente tienes que ir a la farmacia (o abrir el cajón de la cocina si está
cerrada).
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