Entre las sábanas, Ian McEwan, p. 166-167
El público empezó a
desternillarse de risa y lo animó, y poco después pasó a los pataleos y las
palmas. George y yo sonreíamos, quizá conteniéndonos por respeto al otro. El
hombre volvió a aparecer ante el micrófono en cuanto se agotaron las últimas
palmas. Ahora hablaba deprisa, y seguía mirándose los dedos. A veces echaba
vistazos preocupados al fondo de la sala y veíamos el brillo de sus ojos. Nos
contó que acababa de romper con su novia y cómo, mientras se alejaba de su casa
en coche, había empezado a llorar, tanto que no veía lo suficiente para
conducir y tuvo que detener el coche. Pensó en matarse pero primero tenía que
despedirse de ella. Fue conduciendo hasta una cabina, pero estaba averiada y
eso le hizo llorar de nuevo. En este momento el público, silencioso hasta
entonces, empezó a reírse un poco. Llamó a su novia desde un drugstore. En cuanto
ella contestó al teléfono y oyó su voz, también empezó a llorar. Pero no quería
verlo. Le dijo:
-Es inútil, no hay nada que
hacer. Él colgó el teléfono y aulló de dolor. En el drugstore, un dependiente
le pidió que se marchara porque estaba molestando a los demás clientes. Paseó
por la calle pensando en la vida y la muerte, empezó a llover, se tomó unos
nitritos amílicos, intentó vender su reloj. El público empezó a impacientarse;
muchos habían dejado de escucharle. Le gorroneó cincuenta centavos a un
vagabundo. Entre sus lágrimas creyó ver a una mujer abortando un feto en una
alcantarilla, pero, cuando se acercó, vio que se trataba de unas cajas de
cartón y un montón de trapos viejos. Para entonces, el hombre hablaba entre el
constante zumbido de la conversación. Circulaban entre las mesas camareras con
bandejas de plata. De repente, el actor levantó una mano y dijo:
-Bueno, ya nos veremos. -Y
desapareció. Algunas personas aplaudieron, pero la mayor parte del público ni se
dio cuenta de que se iba.
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