Vida privada, Josep María de Segarra, p. 187
Habían pasado cinco años desde el
día en que el barón de Falset se agujereó la cabeza de un balazo. Durante esos
cinco años la vida pública del país cambió considerablemente. En Barcelona hubo
sucesos de brillante trascendencia. La Exposición de Montjuic marcó el momento de más lustre. Todo el plantel de
almas que el lector conoció en casa de Hortensia Portell se inclinó ante el
gran pavo real; lanzó cohetes por los ojos y confeti por la boca. Aquel verano
fue una estación fosforescente; las carrocerías más lustrosas, los yates más
cándidos y más empavesados deslumbraban
a todos los limpiabotas de Almeda que doblaban el espinazo cerca del monumento
a Colón y en las terrazas de la Plaza de Cataluila. Los cabarets volvieron a
segregar champada helado como en los buenos tiempos de la guerra. Los hoteles
de Barcelona estaban hasta los topes; todo aquel que tuviera un catre de sobras
o una habitación destinada a las pulgas, tuvo como realquilado a un canónigo de
Extremadura o a una pescatera de Portbou; se llegó hasta el extremo de colocar
colchones en los terrados y utilizar los pararrayos como percheros. Barcelona
hervía en un sofrito de grandeza y de sálvese quien pueda. Los ojos, las
mejillas, la nariz y el sexo de las personas conseguían infinitos desahogos.
Las fiestas nocturnas de la Exposición eran realmente un sueño, un prodigio que
anonadaba a los barceloneses. «¿De dónde
saldrán los millones para pagar todo este despilfarro?», se decía el hombre de
la calle, con un crío en cada brazo y un perrito asomando la cabeza por el
bolsillo del chaleco. El hombre de la calle sacaba el pecho para que el azul,
el verde, el rosa y el misterio de la fuente del Palacio Nacional le salpicasen
la corbata de ballets rusos, lágrimas de nereida y espuma ultraterrena.
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