Vida privada, Josep María de Segarra, p. 191
El conde de Romamones fue a
despedir a la reina al hospital. El conde estaba en la estación, sentado en un
banco de madera, con el sombrero torcido, con el bigote y unos ojillos
desoladamente históricos; un zapato del conde había una botella vacía de
sinalco. En aquella época, en El Escorial, aún bebían sinalco.
La reina salió de España como una
señorita de compañía con un collar de lágrimas. Nadie se atrevió a robarle
ninguna de las rosas deshojadizas que llevaba en un gran ramo pálido y brumoso, regado por el lloriqueo de la
aristocracia.
Ya hacía horas que el rey había huido. En Barcelona se proclamó la República
Catalana, y la plaza de San Jaime vivió los días más sublimes, más cargados de
sudor y entusiasmo de su historia.
Durante aquellos cinco años la
vida privada de las personas que hemos conocido en las páginas de este libro
fue resolviendo el interrogante cotidiano con la venda en los ojos que a todos
nos pone el Destino. Los Lloberola pasaron muchas espinas. El momento más agrio
para don Tomás coincidió con el momento más brillante de la Exposición: fue
cosa de una herencia fracasada.
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