Retratos de Will, Ann Beattie, p. 183
Es un error dejar a un niño solo
a oscuras bajo el peso de la manta y el peso todavía mayor de tus palabras tranquilizadoras
cuando él sabe perfectamente que el monstruo sigue en la habitación. Mientras
las persianas permanezcan abiertas -y así deben permanecer para que la luz de
la luna pueda colarse dentro-, la rama del árbol quedará transformada para
siempre en la sombra de un murciélago cuyas alas empezarán a moverse al viento
en cuanto la puerta se cierre. En caso de que el niño sea tan insensato como
para cerrar los ojos, el albornoz que cubre la silla -bien extendido para que la
capucha no proyecte en la pared la silueta de una inmensa punta de flecha- se convertirá
en una momia resuelta a sorber/e el aliento, a arrebatárselo.
Decirle al niño que lo verás por
la mañana y sonreír/e mientras bajas la cabeza resulta tan poco convincente y
tan poco adecuado como quedarse en la proa de un barco que se hunde,
aplaudiendo mientras se arrían los botes salvavidas. Como si el mar no
estuviera agitado. Como si nuestro
destino lo dirigiera algo benévolo. Como si las palabras pudieran mitigar una
oscuridad tan real como la de la noche.
Fotograma de ¿Qué fue de Baby Jane?
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