París, Marcos Giralt Torrente. p.157
No hay planos que rijan de manera
fiable nuestro trato con los demás, no hay patrones fijos ni aunque el
sentimiento primordial que nos gobierna sea el del afecto. ¿Por qué ante el
mismo estímulo unas veces reacciono con ira y otras con tolerancia o, incluso,
complacencia? ¿Por qué un hecho tan cotidiano como contemplar a alguien querido
coger la taza del desayuno puede precipitarme, según el día, del agrado a la
repulsión extrema? ¿Por qué una mirada basta a veces para que me crea vacunado
contra cualquier desgracia futura y otras, en cambio, es precisamente esa misma
mirada lo que hace que me sumerja en la más ciega melancolía? Solemos pensar en
nosotros como seres inamovibles, asentados sobre códigos y gustos fijos, cuando
en realidad estamos en perpetua lucha con nosotros mismos. Decimos frases como
Te quiero o No puedo soportarte más y tendemos a creer que estas frases definen
el estado de nuestra alma, cuando lo cierto es que las alternamos con el viento
de sentimientos siempre mudables. Por eso los amantes jóvenes, que están más
cercanos a esa edad en la que el fluir de las apetencias no ha sido todavía
domado por la convención ni el interés, se comunican sin pausa su amor. Te
quiero, dicen. ¿Me quieres?, preguntan. Necesitan del refrendo constante de su
cariño porque saben que nada es perpetuo, que lo que es válido para este
momento concreto puede no serlo al momento siguiente, que hasta el sentimiento
más sincero puede cambiar en cuestión de minutos.
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