El rey pálido, DF Wallace, p. 141
-Nuestra casa estaba fuera de la
ciudad, junto a una de las carreteras asfaltadas. Teníamos un perro muy grande
que mi padre tenía encadenado en el jardín. Un perro grande que era parte
pastor alemán, Yo odiaba aquella cadena, pero no teníamos cerca y estábamos
justo al lado de la carretera. Y el perro también odiaba la cadena. Pero tenía
dignidad. Lo que hacía era no estirar nunca la cadena del todo. Ni siquiera
llegaba al punto en que se tensaba. Aunque el cartero parara el coche delante,
o un vendedor. Por pura dignidad, aquel perro fingía que prefería quedarse
dentro de la zona que marcaba la longitud de la cadena. No había nada fuera de
aquella zona que le interesara. Simplemente tenía cero interés. Así que ni se
fijaba en la cadena. No la odiaba. La cadena. Se limitaba a hacerla
irrelevante. Tal vez no estuviera fingiendo,
tal vez fuera verdad que había elegido que aquel circulito fuera su pequeño
mundo. Tenía poder. Toda su vida era aquella cadena. Me encantaba aquel perro,
coño.
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