UN PERRO CAPCIOSO
En términos generales, estaba
bien. De salud, de memoria y pare usted de contar. En estas condiciones y
después de tantas aventuras, debería haber llevado una vida de sosiego, y en
ello estaba cuando me mordió un perro y lo echó todo a rodar. Yo iba caminando
por la Ronda de San Pablo, diligente y sin meterme con nadie, camino del autobús,
a llevar una comanda. Desde hacía cierto tiempo trabajaba en un restaurante
chino y me habían confiado aquel cometido por mi doble condición de nativo, y por
ende conocedor de la intrincada trama urbana, y de ciudadano con papeles, por
si me paraba la poli. Algunos de estos papeles habría sido mejor no tenerlos,
pero a ciertos efectos era mejor estar fichado que pertenecer al abultado colectivo
de los sin papeles, como le sucedía al resto de los trabajadores de la empresa
así como a los socios capitalistas, los proveedores y buena parte de la
clientela. Originariamente, el restaurante había sido fundado por una familia
modélica en el local que otrora ocupaba un modesto negocio regentado por mí, a
saber, una peluquería
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