Blonde: una novela sobre Marilyn Monroe, JC Oates, p. 103
Perdida
Si era suficientemente bonita, mi
padre vendría a buscarme y me llevarla con él. Cuatro años, nueve meses y once
días.
A lo largo y ancho del vasto
continente de América del Norte era época de niños abandonados. Y en ningún
lugar eran tantos como en el sur de California. Tras numerosos días de cálidos,
crueles e implacables vientos procedentes del desierto, comenzaron a descubrir
niños entre la arena y los desperdicios que llenaban las secas cunetas, las
alcantarillas o las vías férreas; arrastrados por el vendaval hasta las
escalinatas de granito de las iglesias, hospitales y edificios públicos. Niños
recién nacidos, con el sanguinolento cordón umbilical todavía unido al vientre,
aparecían en lavabos públicos, bancos de iglesia, cubos de basura y vertederos.
Cómo aullaba el viento día tras día; aunque en cuanto empezó a amainar, se
descubrió que los aullidos provenían de los bebés abandonados. Y de sus
hermanas y hermanos mayores: niños de dos o tres años que deambulaban,
desorientados por las calles, algunos con las ropas y el pelo chamuscados. Eran
seres sin nombre. Criaturas incapaces de hablar, de entender. Niños heridos,
muchos con graves quemaduras. Otros, aún menos afortunados, habían muerto; el
servicio sanitario retiraba con presteza de las calles de Los Angeles sus
pequeños cadáveres, a menudo calcinados e imposibles de identificar, y los
cargaban en camiones para luego enterrarlos en fosas colectivas en los cañones.
¡Ni una palabra a la prensa o la radio! Nadie debía enterarse.
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