Pureza, Jonathan Franzen, p.16
No es que Pip se sintiera bien
burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre contaminada por el
«riesgo moral», una expresión muy útil que había aprendido en los textos de
economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema
económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por
un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland tenían también padres
problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran
momentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban
con intereses que iban más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su
madre, Pip lo era todo.
-Bueno, creo que hoy no puedo ir
a trabajar -dijo su madre-. Lo único que hace soportable ese trabajo es mi
Deber, y no puedo conectar con el Deber teniendo ese «plomo de pescar>> invisible
tirándome del párpado.
-Mamá, no puedes volver a faltar.
Ni siquiera estamos en julio. ¿Y si luego coges la gripe de verdad, o algo
parecido?
-Y mientras tanto, todo el mundo
pensando qué hace esta mujer a la que se le está cayendo media cara hacia el
hombro metiéndome la compra en la bolsa. Ni te imaginas la envidia que le tengo
a tu cubículo. La invisibilidad que te da.
-No idealicemos el cubículo -dijo
Pip.
-Es lo más terrible de nuestros
cuerpos. Son tan visibles, tan visibles ...
Aunque padecía una depresión
crónica, la madre de Pip no estaba loca. Se las había arreglado para conservar
su empleo de cajera en el New Leaf Community Market de Felton durante más de
diez años y, en cuanto Pip renunció a su manera de pensar y se adaptó a la de
su madre, pudo seguir a la perfección lo que le estaba diciendo.
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