Blonde, JC Oates, p.105
Porque en la Casa de Expósitos de
Los Ángeles había niños más desdichados que Norma Jeane. A pesar del dolor y la
confusión, ella lo sabía. Niños retrasados, con lesiones cerebrales, tullidos –bastaba un vistazo para saber por
qué los habían abandonado--; niños feos, furiosos, salvajes, derrotados, que no
te atrevías a tocar por miedo a que la viscosidad de su piel se adhiriera a la
tuya. La niña de diez aftas que dormía en el camastro contiguo al de Norma Jeane
en el dormitorio de la tercera planta, Debra Mae, había sido maltratada y
violada (qué dura, qué cruel era la palabra «violación», una palabra adulta;
pero Norma Jeane sabía, o casi sabía intuitivamente lo que significaba; era un
sonido lacerante y algo vergonzoso que tenía que ver «con lo que una tiene
entre las piernas y nunca debe enseñar», ese sitio donde la piel es blanda,
sensible y se lastima con facilidad; si Norma Jeane se estremecía ante la sola
idea de que la tocaran allí, cuánto menos podía imaginar algo duro y punzante
penetrándola por la fuerza). Había también unos gemelos de cinco años, hallados
a punto de morir de desnutrición en un cañón de las montañas de Santa Mónica,
donde su madre los había abandonado en un «sacrificio semejante al de Abraham
en la Biblia» (según explicaba en su nota); una niña de once años llamada
Fleece, aunque tal vez su nombre original fuera Felice, que pronto hizo amistad
con Norma Jeane y no se cansaba de contar, con morbosa fascinación, la historia
de su hermana de dos años, a quien el amante de su madre había «golpeado contra
la pared hasta esparcir sus sesos como semillas de melón». Norma Jeane,
enjugándose las lágrimas, econoció que a
ella no le habían hecho daño. Que ella recordara.
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