Más allá de las llanuras de
franela y de las gráficas de asfalto y de los horizontes inclinados de óxido, y
más allá del río de color marrón tabaco resguardado por los árboles llorones y
salpicado por las monedas de luz de sol que traspasan sus copas para alcanzar
la corriente, hasta el lugar que hay detrás del cortavientos, donde los campos
sin cultivar bullen ruidosamente a fuego lento bajo el calor matinal: sorgo,
quelite cenizo, lambedora, zarzaparrilla, juncia real, higuera del infierno,
menta silvestre, diente de león, zacate, muscadinia, repollo espinoso,
solidago, hiedra terrestre, abutilón, hierba mora, ambrosía, avena silvestre,
algarroba, rusco, habichuelas asilvestradas y remetidas en sus vainas, todas
como cabezas meciéndose suavemente bajo una brisa matinal que es como la suave
mano de una madre en tu mejilla. Una flecha de estorninos disparada desde el
techado del cortavientos. El centelleo de un rocío que jamás se mueve y que se
pasa el día soltando vapor. Un girasol, cuatro más, uno de ellos encorvado, y
una serie de caballos a lo lejos que están igual de rígidos y quietos que si
fueran de juguete. Todos meciendo la cabeza. Los ruidos eléctricos de los
insectos atareados. La luz del sol del color de la cerveza y un cielo pálido y
volutas de cirros tan altos que no proyectan sombra. Insectos atareados todo el
tiempo. Cuarzo y pedernal y esquisto y costras de contrita ferrosa en el
granito. Una tierra muy antigua. Mira a tu alrededor. El horizonte tiembla, sin
forma. Somos todos hermanos.
Entonces aparecen unos cuervos en las alturas, tres o
cuatro, no una bandada, silenciosamente concentrados, rumbo al maíz de los
pastos detrás de cuya alambrada un caballo le huele el trasero a otro mientras
el caballo de delante levanta amablemente la cola. La marca de tus zapatos
grabada en el rocío. Brisa con olor a alfalfa. Abrojos en el calcetín.
Raspaduras dentro de una alcantarilla
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