Pureza, Jonathan Franzen, p. 411
-Volvamos ya y lo esperamos
-dijo-. Aunque sólo sea para ahorrarme un poco de tu odio por una vez en la
vida. Para que por una vez no tenga que ser yo la culpable de que pierdas el
autobús. Anabel se negaba a aceptar que simplemente se nos había roto algo más
allá de cualquier posibilidad de reparación, más allá de las atribuciones de
culpa. En nuestro último atracón nos habíamos tirado nueve horas hablando sin
parar, haciendo sólo alguna pausa para ir al baño. Yo creía que por fin había
conseguido demostrarle que sólo podíamos dejar de ser desgraciados si cada uno
renunciaba al otro y no volvíamos a comunicarnos jamás; que las conversaciones
de nueve horas representaban por sí mismas la enfermedad que supuestamente
intentábamos curar con ellas. Ésa era la versión de nuestra historia que ella
había pretendido rechazar con su llamada de aquella mañana. Pero ... ¿cuál era
su versión? Imposible saberlo. En el ámbito de lo moral, estaba siempre tan segura
de sí misma que yo tenía la sensación permanente de que íbamos a llegar a algo;
sólo después era capaz de ver que habíamos trazado un círculo grande y vacío.
Pese a toda su inteligencia y sensibilidad, no sólo decía cosas sin sentido,
sino que era incapaz de reconocerlo, y resultaba terrible ver eso en una
persona a la que me había entregado en cuerpo y alma y a quien había prometido cuidar
toda la vida. En consecuencia, tenía que seguir trabajando con ella para
ayudarla a entender por qué no podía seguir trabajando con ella.
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