El secreto de la modelo extraviada, Eduardo Mendoza, p. 120
-Todo esto suena a delirium
trémens.
-No digas bobadas -exclamó el
butanero descruzando las piernas y volviéndolas a cruzar para combatir el anquilosamiento--,
los occidentales estáis dispuestos a inventar cualquier etiología con tal de no
dar crédito a la presencia de fantasmas entre nosotros, cosa, por lo demás,
innegable. Negáis su existencia porque os dan miedo. Sin motivo alguno, ya que
los fantasmas son inofensivos, salvo unas pocas excepciones que ellos mismos, como
colectivo, reprueban. Los muertos de muerte violenta suelen regresar, como si
les costara aceptar una separación del mundo demasiado brusca. Los ahogados siempre
vuelven, y también, aunque con menos frecuencia, los que mueren de peste u otra
epidemia similar, como si quisieran quejarse de haber sido elegidos al azar para
engrosar una estadística. Los suicidas, en cambio, nunca regresan, excepto los
que en el último momento se arrepienten y no pueden echarse atrás. En todos los
casos, las apariciones carecen de propósito firme. A veces encierran una
intención admonitoria: advierten de peligros o tratan de impedir decisiones
erróneas por parte de los vivos, pero en esto tienen escaso éxito, porque
hablan bajito y se expresan mal, de un modo confuso y fragmentario muy poco
convincente. En la mayoría de los casos se conforman con dar pena, aunque lo
normal es que den unos sobresaltos morrocotudos, lo que los entristece aún más.
No es cierto que lleven sábanas. Salvo los faraones y otros poderosos de la
antigüedad, los muertos se van al otro mundo con lo puesto y allí no tienen
ocasión de renovar el vestuario, así que se presentan con sudarios, vendajes y
envoltorios similares, a menudo verdaderos harapos. Tampoco arrastran cadenas
ni emiten sonidos siniestros. Desde el punto de vista energético, van con el depósito
en reserva, con lo que mal podrían mover cosas pesadas ni ejercer violencia
alguna. A veces provocan sin querer corrientes de aire y de ahí se siguen
chirridos de puertas mal lubricadas y ruido de objetos que se caen o se desplazan.
La nocturnidad, a la que se acogen por timidez, la imaginación popular y el
miedo, magnifican una pobre puesta en escena e inventan amenazas donde no las
hay. Los fantasmas son mejores que los vivos: a los seres humanos nos mueve el
interés, y los muertos, por definición, carecen de intereses. Si no se les hace
caso, insisten, pero al tercer o cuarto desaire, se desvanecen para siempre.
Imagen de John Singer Sargent
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